ADELA Y LOS COLORES Enzo S. Maqueira  Lo
primero que le llamó la atención fue esa figura amarilla, apenas esbozada en
medio de un festín de colores. Se recortaba entre triángulos y círculos
imperfectos, entre verdes y azules, y surgía en medio del cuadro con cierto
magnetismo. Adela lo miró fascinada, primero alejándose un poco y luego acercándose
hasta sentirse ella misma dentro de la escena, impregnando su nariz de un olor a
pintura que ya no se percibía sino en su mente. Su mano tembló un poco antes
de viajar desde su placentera verticalidad hasta el cuadro colgado, intentando
que nadie advirtiese el despropósito. Primero tocó con curiosidad la
superficie rugosa y algo fría, luego deslizó el índice por la figura amarilla,
siguiendo su contorno con suavidad, sintiendo en la yema de su dedo las grietas
que el tiempo y tal vez otros dedos inquisidores, habían abierto en la pintura. Pero
unas líneas negras, unas curvas despreocupadas y casi abandonadas en el rincón
más lejano, cautivaron su atención. Entonces el dedo retiró sus caricias de
la figura y se posó con delicadeza sobre aquella firma, sobre ese nombre que
Florencio Vando había escrito hacía tantos años, tal vez consciente ya de su
enfermedad, y que había quedado como huella de su paso fugaz por esta vida.
Adela miró el nombre y pudo ver el genio, el llanto, el arte, el dolor, la vida,
la muerte. Un
grupo de personas guiados por una poco agraciada señorita la fue alejando del
cuadro, arrastrándola por otras vidas, llevándola a otras escenas, hasta que
la calle la descubrió perdida en la noche, sintiendo aún la figura amarilla en
el dedo y el agónico nombre que se repetía en su piel y en la pequeña biografía
que su cartera guardaba celosamente. Llegó
a su casa a tiempo para despedir a su esposo. A él lo esperaría una larga
noche de trabajo, en medio de una fábrica dormida que insistiría en
adormecerlo también; y a ella le esperaba Florencio Vando, su niñez, su
adolescencia, sus padres, sus mujeres, su compromiso social 'que lo llevó a
pintar un mundo donde los hombres se ven diseminados en un espacio pleno de
color y formas, donde desaparece el individuo tras un sinfín de policromías,
crítica abierta a la pérdida de la identidad y la individualidad, a la
masificación del ser humano como objeto de mercadeo de un sistema político que
invade su intimidad y lo envuelve en sus propios intereses.'Â
Las hojas del libro fueron pasando de un lado a otro, y los ojos de Adela
acompañaban frenéticos el vaivén de las palabras, salteando a veces puntos y
comas, ansiosos de llevar más palabras que calmaran el vacío, que llenaran de
anécdotas y datos esa imagen antes desconocida que había contemplado temprano
en el museo. Habían
pasado unas pocas horas cuando la última página susurró en la noche,
descubriendo en su palidez la 'enfermedad que finalmente acabaría con la vida
de este talentoso hombre, que con su arte buscó siempre el camino de la enseñanza,
dejando una obra de un valor inestimable para las futuras generaciones que verán
en Florencio Vando a un pintor que supo hacer del arte su única arma contra un
mundo que jamás comprendería'. Un
llanto suave acompañó el chocar de tapa y contra tapa, el descanso del libro
junto al velador, la repentina desaparición de la luz en la habitación. Los
días siguientes Adela los dedicó a recorrer librerías y salas de arte,
acumulando biografías y recortes, fotos y folletos; consultó algunas
enciclopedias y se sintió defraudada al encontrar sólo una que refiriera a
Vando, Florencio (1905-1940), y destinó un cajón de su cómoda para atesorar
allí sus datos. Pronto le agregó algunos dibujos que ella misma había hecho,
rayando con su lápiz la cara amable, la mirada franca, las patillas que
llegaban justo hasta dos dedos de distancia del mentón, escribiendo siempre en
algún lado el nombre y alguna de sus frases, alguno de sus dichos que
recopilaba en una libreta donde había separado por tema cada una de las
opiniones que las biografías habían rescatado: "No somos más que seres
necesitados de otros seres. Vivimos en
comunidades porque se nos hace insoportablemente dolorosa la soledad. Pero no
debemos olvidar que en cada uno de nosotros está la capacidad de mostrarnos únicos,
y a partir de esa asombrosa posibilidad es que debemos relacionarnos con quienes
nos rodean". Pronto
la habitación de Adela se convirtió en una pequeña sala donde todo cuanto
existía era Florencio Vando, y ella suspiraba en sus solitarias noches,
mientras dibujaba una vez más el rostro perfecto, o bebía de las palabras que
habían ganado al olvido, imaginándose amante de su pincel, esposa de sus
cuadros, esclava de sus figuras de colores. Algunas veces lloraba cuando comprendía que
jamás podría serlo, que una distancia abrumadora, imposible y eterna los
separaba, condenándola a sus noches oscuras, al papel y las letras, al papel y
los dibujos, que a veces calmaban un poco su necesidad de ser la musa que no
era, pero que otras veces le clavaban espinas en su sueño, quizás el único
sueño que sabía certeramente que jamás podría ver cumplido. Ya
había muerto Adela, ni siquiera tendría que haberse preocupado en leer por última
vez las frases, ni ver los cuadros, ni siquiera era necesario que quemara los
dibujos que ella había hecho, ni que le escribiera una carta a su marido pidiéndole
perdón, agradeciéndole los años vividos pero sin poder explicar exactamente
el sentido de su decisión. No hacía falta que se escribiera el nombre de
Florencio Vando en el pecho, abriéndose un poco la piel con el cuchillo y
chillando de dolor y de alegría. No era necesario que destrozara sus muñecas,
que dejara que la sangre corriera por sus brazos mientras mirabaÂ
una vez más el cuadro. Había muerto el primer día en que deslizó su
dedo por la figura amarilla, y sus suaves formas la habían enamorado de alguien
que tampoco pertenecía al mundo de los vivos. |
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