DE ETERNIDADES E IMAGENES

Carlos Hugo Burgstaller



Toda la noche la había pasado frente al televisor. En toda esa interminable noche solo se había levantado tres veces del único sillón que tenía en su pequeño living. En una oportunidad fue para preparar una enorme taza de café y las otras dos para ir al baño y salvo esas interrupciones, muy poco había cambiado su postura en el sillón. Sus pies, que solo calzaban unas medias verdes oscuro, estaban apoyados en un cajón de madera; un plato blanco sobre el suelo le servía de cenicero y la pequeña sala estaba llena de humo pero en ningún momento pensó en abrir la ventana por la que había visto clarear el día, y como siempre sin darle mucha importancia; de todas maneras, decía, amanecer es algo que sucede a diario.

El control remoto estaba firme en su mano izquierda; el reloj de cuarzo de la pared marcó las siete treinta y él lo miró con desgano, con una gris resignación. Volvió a mirar el televisor y confirmó, con esa necesidad absurda que a veces nos hace dudar de la hora, que era la hora de comenzar el día y apagó el aparato con un golpe seco en el control remoto. Después de unos instantes se estiró sobre el respaldo del sillón, se rascó la cabeza con mucha fuerza y de un salto se incorporó.

Con la exactitud de un ritual que se repetía cada mañana se afeitó con la máquina eléctrica; se dio un baño bien caliente y sin secarse se paró frente al espejo, se miró al espejo, observó su torso y sus músculos; dio media vuelta y cruzó desnudo y mojado la sala hasta el dormitorio. Mientras intentaba un silbido que no le salía, porque tenía la boca seca y la garganta cerrada de tanto fumar, tomó una camisa blanca, una corbata bordó y de un viejo armario sacó el traje gris.

Al salir a la calle ni el ruido de los autos y la gente lo perturbó, ni tampoco se preocupó por el sol que ya anunciaba otro día de mucho calor. Como en un descuido buscó los lentes oscuros en el bolsillo del saco, se los puso, miró a su alrededor y caminó hacia la esquina. Como cada mañana compró el diario y como todas las mañanas lo tiró en un cesto de basura sin haber leído ni siquiera los títulos. Con el paso firme de siempre se encaminó hasta la boca del subte y descendió las escaleras con la lentitud de quien sabe que el tiempo es lo único que le sobra.

Viajó cuatro estaciones y asomó en pleno centro y entró en el bar de siempre a tomar un café con leche con medias lunas. Al mirar por la vidriera pensó, como en un relámpago, que era otro día, distinto pero de algún modo igual a los demás.

Esa noche se sentó frente al televisor cerca de las veintidós. En una bandeja de plástico tenía un sandwich de jamó, queso y tomate con mucha mayonesa en pan de centeno que había comprado en la rotisería de la esquina. Una botella de cerveza y el paquete de cigarrillos que apoyó en suelo junto al plato repleto de colillas que seguía firme en su lugar como la noche anterior.

Encendió el televisor y recorrió uno por uno los canales. Películas, noticieros, documentales, reportajes, series; recién eran las veintidós y un minuto.

Esa noche fue igual que todas las anteriores, pero pasada la medianoche sucedió algo que lo expulsó de su rutina. Había sentido, pared de por medio, que en el departamento de al lado se encendía un televisor. Bajó el volumen de su aparto y escuchó atentamente e identificar que programa estaban viendo del otro lado de la pared. En ese casi silencio se quedó inmóvil y pensando que el departamento contiguo había estado vacío desde su llegada hace ya varios meses y, si alguien se había mudado, lo habría hecho en el transcurso del día. Pero más le llamaba la atención que hasta ese momento de la noche no había escuchado ni ruidos ni voces. Imaginaba que alguien que recién se muda tiene que acomodar muebles, vaciar cajas, ordenar libros, ropas, y eso, inevitablemente, tiene que provocar ruidos, sin embargo no había escuchado nada. De sobra el sabía cuanto costaba ordenar una casa; lo había aprendido tan bien, que en los últimos años se había desprendido de casi todos los muebles; solo mantenía lo esencial y así sus últimas mudanzas solo ocupaban una pequeña camioneta.

Prefirió, entonces, dejar de lado esos pensamientos y subió el volumen de su televisor. Cerca de las dos de la madrugada se levantó a preparar café. Al volver de la cocina le pareció sentir que la televisión de al lado seguía encendida y se quedó inmóvil y sin hacer ruido. Trató de identificar que programa estaban viendo, si es que era más de una persona hasta que reconoció que era una película de Errol Flyn que él había comenzado a ver pero que luego cambió por otra. 

Prendió un cigarrillo, bebió un pequeño trago de café y no volvió a prestar atención a su televisor. A las seis y media aún seguía encendido el del vecino, quiso no prestar atención a algo que tal vez no tenía ninguna importancia pero de pronto se sobresaltó al escuchar el sonido del depósito del baño. Pensó si el departamento de al lado tendría la misma disposición que el suyo, conjeturó que sí, entonces el baño del vecino daba a su derecha. Pasaron unos minutos y se escuchó el suave caer del agua de una ducha; se levantó lentamente, se asomó a la venta y pensó: "Alguien que no pudo dormir y ahora, cargado de sueño, se da un baño para poder ir despejado al trabajo".

La noche siguiente repitió su rutina de sentarse frente al televisor y al rato sintió que su desconocido vecino encendía el suyo. Ya nada parecía igual, algo lo molestaba y no podía prestar atención a lo que veía. Cada tanto bajaba el volumen y trataba de adivinar que estaban viendo del otro lado de la pared y luego lo buscaba en su propio aparato. Pasado un rato volvió a repetir la operación y así hasta el amanecer.

Llegó el día, pero esta vez no fue como siempre, y a pesar de repetir las ceremonias de cada mañana, se sintió diferente. No podía asegurar que fuera otra persona, ni que su mundo hubiera sido modificado; pero con seguridad sentía que algo, aunque sea ínfimo, había sido modificado y eso lo molestaba. Constantemente se dedica que algo tenía que hacer, tenía que averiguar si había alguien que llevaba el mismo destino, o condena, que él. Para tranquilizarse pensó que podría ser una casualidad, tal vez algún enfermo en la casa; alguien que lo estaba cuidando, cualquier respuesta le servía, pero ninguna lo tranquilizaba. Se vistió como todos los días; salió a la calle, compró el diario, que tiró como siempre; pensó que para la noche faltaba todo un interminable día, y descendió por las escaleras del subte como quien se interna en el infierno pero con la seguridad de saber que puede salir cuando lo desee.

A pesar de la preocupación no se apuró a regresar a su casa; sentía un poco de ansiedad que iba creciendo a medida que la noche iba tomando forma sobre la ciudad.

A las veintidós se sentó frente a su televisor pero esta vez no lo encendió. Destapó una botella de cerveza y en ese preciso instante sintió algo similar a una pequeña descarga eléctrica en todo el cuerpo y se preguntó que haría si se repetía lo de las noches anteriores. Pasado unos minutos se encendió el televisor del vecino y otra vez el temblor en el cuerpo, otra vez la ansiedad, la incertidumbre y el miedo. Esa noche no prendió su aparato, pasó el tiempo sentado en el sillón fumando y escuchando el sonido que le llegaba a través de la pared.

A la mañana siguiente no se bañó ni se afeitó, tampoco se visitó para ir al trabajo, y con la misma ropa que llevaba puesta de toda la noche salió de su casa. Esta vez tampoco compró el diario ni tomó el subte; con paso apresurado fue hacia la compañía de mudanzas. Al salir se sintió un poco más aliviado, el encargado le había dicho que al día siguiente, a las ocho de la mañana, pasaría por el departamento en una pequeña camioneta.

       

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