LA MUJER INFINITA

Carlos Andrés Andina


“...tengo que amarte amor
tengo que amarte
aunque esta herida duela como dos
aunque te busque y no te encuentre
y aunque la noche pase y no te tenga
y no”

Mario Benedetti. Gracias por el fuego (cap. X)


Doce días y doce noches estancado en la nada, mirando sólo hacia arriba y moviendo las retinas cada docenas de segundos. Los ojos se me han salido de las orbitas y sólo atino a mover lentamente la palma de mi mano para acariciarla, y ella está allí, a mi lado, aunque se hizo tan difícil hablarle los últimos días que no sé si está ahí por gracia de su propia lástima o por contención. 

Ella no tiene la culpa de esto, yo fui quien se levantó mal revoleando las sábanas y mandando todo al infierno; es por eso que me vigila, para ver si me vuelvo a mandar alguna de las mías, que bien las conoce. Ahora muevo la mano derecha y la poso sobre mi frente, luego la paso por el pelo y la vuelvo a dejar al costado. Todavía mantengo la boca abierta y mi cara conserva un gesto que demuestra asombro e incredulidad. No hablo, pienso y aunque intentara las palabras se sujetarían hasta de los dientes para no salir y perturbarla, a ella, pobrecita, con mi voz de tormenta. Y ella sigue a mi lado y no se mueve, está vuelta de espaldas al guardarropa, mantiene los ojos cerrados y la boca trancada. 

Doce días, doce noches, quizás sean doce años viviendo como los locos; pero la paz es tan armoniosa que tememos quebrarla con alguna queja, graznido de la puerta o algún portazo. 

Ella mantiene la respiración mientras la acaricio, o al menos me parece, tal vez así lo quiera; mi mujer ha estado fatigada durante mucho tiempo y se pasa durmiendo todo el día; la casa sin embargo se mantiene en orden (a pesar de que hace mucho que no limpiamos) eso es porque yo ya no como papas fritas grasientas frente al televisor, además nuestro viejo perro murió hace dos meses y yo ya no me anulo entre los afiches y el papeleo de mi oficina que traía a casa. 

La sábana le cubre hasta la cintura y la morocha cabellera le tapa la cara. Ha permanecido inmóvil, muda, ciega por el pelo, casi desnuda de la cintura para arriba y con los brazos cruzados sobre su pecho, tapándose los senos; sigue de espaldas al guardarropa y a los ventanales. Yo hago el esfuerzo por contenerme y ahorrarle el trabajo aunque la realidad golpee, las lágrimas me cuelguen de las pestañas y yo sepa que está muerta. 

Y ella sigue allí...


       

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