EL HACHERO
Del libro Momentos de Utopía® 2000/2001 

Eduardo Quintana

El hemisferio sur tiene la característica de poseer infinidad de zonas con diversos climas, estepas, mesetas, praderas, bosques, zonas húmedas y zonas secas, ríos, lagos y desiertos.

La República Argentina tiene todas estas características juntas, todos los climas y accidentes geográficos.

El nordeste se caracteriza por ser húmedo, estar cercado por ríos de abundante caudal, con la pesca como una actividad importante. La otra sin duda es la tala y el sembrado de árboles en los frondosos bosques.
  A mediados de la década del ´70, la Argentina estaba inmersa en un estado de violencia indiscriminada.

Se había instalado en los principales centros urbanos el terrorismo de estado, bajo el lema de
aniquilamiento de la subversión. En realidad se estaba gestando uno de los más importantes genocidios de la historia de la humanidad.

En la Capital Federal, mas precisamente en el barrio de Almagro vivía la familia Murillo. Integrada por Jorge Murillo, argentino, treinta años de edad y diez de militancia en el Partido Comunista y otros tantos en el gremio de la carne. Su esposa Esther López de Murillo, dos años menor que su marido, ama de casa y estudiante de psicología. Ambos tenían un hijo varón al que llamaron Ernesto Fidel Murillo, cuyos nombres eran en homenaje a sus mentores ideológicos; estaban acostumbrados a militar en villas de emergencia, realizando todo tipo de tareas sociales. Jorge, a su vez trabajaba en el gremio de la carne  engrosando las filas de la oposición. En el país estaban ocurriendo “cosas raras”, muchas denuncias de desapariciones de personas, cientos de enfrentamientos con presuntos elementos subversivos. Era de temer la situación, por cuanto se dispuso que los activistas de Partido Comunista, estuvieran en contacto permanente. En uno de los viajes de regreso de la villa, el colectivo fue interceptado por tres automóviles Ford Falcon color verde, todos los pasajeros fueron bajados por la fuerza, entre ellos Jorge, Esther y Ernestito; quienes fueron introducidos en uno de los vehículos sin mayores explicaciones.

Era el principio del fin de la familia, ellos lo presentían y veían con preocupación el futuro de su hijo Ernesto, pues no tenían otros familiares. Los tres fueron llevados a la Escuela de Mecánica de la Armada, conocida mas tarde como un nefasto centro de tortura. Los padres fueron separados, torturados y hasta el día de la fecha desaparecidos. El niño fue entregado a una familia de buena posición económica con la que empezó la verdadera odisea de su vida. Desde el primer día, intentó en vano escapar para buscar a sus padres, sin saber que jamás los volvería a ver.

La familia adoptiva vivía a dos cuadras de una estación de tren. Una noche en un descuido, Ernestito logró burlar las cerraduras y escapar hacia las vías, subiendo en minutos a un tren con rumbo desconocido. Al llegar a la estación terminal, bajó asustado y sin saber que haría de su vida. Cuando pudo conseguir como comunicarse llamó por teléfono a su antigua casa y como era obvio, el llamado fue atendido por otra gente, que le explicó al niño que sus padres no vivían allí y que no conocían a nadie con ese nombre. El niño lloró desconsoladamente, como pensando en el estado de abandono en que se encontraba. Ya bien entrada la noche procedió a buscar un lugar donde pernoctar. Lo hizo en unos vagones de carga no muy cómodos pero a resguardo. La familia adoptiva ya había realizado la correspondiente denuncia y su búsqueda había comenzado. A la madrugada y cuando Ernestito estaba profundamente dormido el tren comenzó a moverse; él, sin inmutarse, prosiguió con su profundo sueño, como si su destino fuese el de encontrar su futuro en otras tierras.

El tren partía con destino a la provincia de Misiones y el niño jamás lo sabría. Cerca del mediodía, mientras el tren seguía con su  recorrido, el pequeño polizón despertó, quizá por el frío, quizá por el hambre. Recién allí tomó conciencia que el tren estaba en movimiento, al acercarse al portón vio como todo el horizonte era campo. En un estado de melancolía pura y con los ojos completamente vidriosos, el niño se acurrucó en un rincón del vagón a la espera que el tren detenga su marcha. Este no hizo parada alguna en todo el día y recién entrada la noche se detuvo. Al fin tierra firme, pareció exclamar Ernestito, quien en un segundo decidió que  su próximo paso sería comer algo.

El parador era en medio de campos y huertas, y la oscuridad era total.   No obstante se las ingenió para subirse a un ciruelo y a un naranjo de donde juntó provisiones como para varios días.

Cuando volvió al tren con su cena preparada estuvo a punto de ser descubierto por el maquinista que pasaba revista a los frenos del tren. Toda una aventura para el pequeño Ernestito, una aventura con final incierto. Luego de varias horas de viaje, el tren volvió a detenerse, en ese momento el niño decidió bajar e internarse en el frondoso bosque en búsqueda de un lugar cómodo para hacer sus necesidades, pues  tanta fruta había surgido efecto. En esos mismos instantes se escuchó la bocina del tren que había emprendido su marcha; con los pantalones a medio subir Ernesto inició una veloz carrera hacia el último vagón de la formación ferroviaria, que por su velocidad hizo vano su esfuerzo, quedando extenuado a la vera del hermoso bosque, sin otro medio de locomoción que las piernas.

Deambuló durante todo el día, durmió debajo de un árbol caído y al amanecer siguió buscando quizá sin saberlo su futuro. Alimentación no le faltaría con tanta naturaleza, eso sí, de noche pasaba algo de frío.

Sobre todo cuando comenzó la época de lluvias, uno, dos, tres días ininterrumpidos de lluvia. En una de las tantas caminatas, escuchó a lo lejos un cierto golpeteo que se fue agudizando a medida que el niño se iba acercando. En un momento determinado una sombra cubrió los rayos solares que penetraban por las copas de los árboles y un ruido ensordecedor asustó al niño, fue entonces cuando un enorme árbol se desplomó a metros de él. Detrás se esgrimía la figura de quien había talado el vegetal. Su imagen era temible, gordo, de casi dos metros de altura, abundante barba, pelo largo y un vozarrón que exclamó:

-         Qué haces niño, ahí parado. ¿Quieres que te mate?.

-         No señor, respondió asustado Ernesto.

-         Ven aquí. ¿Cómo te llamas?.

-         Ernesto

-         ¿Estás perdido?

-         Sí señor se fue el tren y me perdí en el bosque.

-         Ven a casa para asearte y comer algo caliente.

La sola invitación a comer,  había hecho pasar el susto al niño. En la casa los esperaba la esposa con un abundante guiso de arroz. La llegada del hachero con el joven visitante asombró a la mujer, que muy educada se presentó:

-         ¿Qué tal hijo, cómo te llamas?.

-         Ernesto Fidel Murillo, señora

-         Encantado, yo soy Julia, la esposa de Juan.- Explicó la mujer, dándole un cariñoso beso.

-         Acércate a la mesa que te sirvo un plato de guiso caliente. - Dijo Juan.

-         Bueno, si insisten. -Demostrando tener buen humor y muchísima hambre.

La comida estaba exquisita, la charla muy amena pero su cuerpo estaba necesitado de un baño caliente.  El lugar era del gusto de Ernesto, mucha hospitalidad y sobre todo mucho cariño.

Los Estrada, así  era el apellido del hachero y su esposa, eran una pareja sin hijos que vivía internada en un bosque de la Provincia de Misiones. Dentro de la abundancia de todo tipo de árboles y en la más completa hermandad con la naturaleza, esta humilde familia vivía de la caza, la pesca, el talado y sembrado de árboles autóctonos. Defendían su hábitat de tal forma que llevaban un control de los árboles que se talaban y sembraban igual cantidad de la misma especie.

Poseían un tractor grande con el cual trasladaban los troncos hacia un depósito a intemperie desde donde se cargaban en camiones para el transporte. La empresa que adquiría la materia prima era una importante maderera de Capital Federal, para la cual, Juan prestaba este servicio. Las tierras eran fiscales por cuanto el hachero pagaba un alquiler mensual por el arrendamiento y cuidado.

Anualmente recibía una delegación del gobierno encargada de verificar el estado del bosque y la provisión de semillas. La familia Estrada siempre recibía felicitaciones y hasta resarcimientos económicos tanto del gobierno como de la maderera.

Ernestito había caído en un paraíso, con un hombre y una mujer ansiosos de tener un hijo, que biológicamente no podían concebir.

El niño se fue quedando y a medida que fue pasando el tiempo, adaptado a la vida natural, ninguno de los tres por lo visto tenía intenciones de separarse, por lo que la convivencia fue magnífica.

Pasados tres meses; Doña Julia, como la llamaba el niño, comenzó a preocuparse por su educación. A sólo 20 kilómetros en un pequeño pueblito había una humilde pero necesaria escuela. En uno de sus viajes al pueblo, Doña Julia inscribió al niño para cursar la primaria. El único inconveniente era el trayecto, por cuanto veinte kilómetros a pie era imposible hacer y en bicicleta era bastante difícil. La idea de Juan prendió enseguida y le obsequió al niño un zaino al que apodaron “TITO”. Fue uno de los grandes amigos de Ernesto, sólo un silbido, sólo un grito comunicaba al humano con el animal.

Así fue creciendo el niño, haciéndose hombrecito y amando su lugar y su país. Igual como lo hacían sus padres biológicos a quienes Ernesto extrañaba y de quienes exigía a veces las respuestas que nunca le pudieron dar en vida. ¿Por qué?

¿Por qué  tuvieron que separarse?.¿Por qué nunca lo vinieron a buscar?.

Recién de grande, pudo comprender la situación y develar su gran incógnita, asumiendo su nuevo rol, el de ser  hijo de desaparecidos como otros tantos en el país. Todo el trauma que eso generó fue apaciguado por el amor que le brindaron Juan y Julia. Sin duda, amor de padres.

Ernesto sin saberlo, retribuyó ese amor con el llenado de un lugar vacío, en la casa de los Estrada. Ese lugar que la naturaleza jamás hubiese podido ocupar.

Pasado varios años y habiendo asumido la pérdida de sus padres, fue él mismo quien pidió adoptar el apellido de sus padres adoptivos. Julia se encargó personalmente de todos los trámites de adopción legal, los cuales fueron rápidamente aceptados por el gobierno provincial, que tenía un gran concepto de los Estrada. A su vez ellos se comprometieron a darle educación y muchísimo amor. Y cumplieron con creces, pues culminó el primario y enseguida comenzó la enseñanza del oficio de hachero que tan bien sabía Juan. A los dieciséis años Ernesto manejaba el hacha y la motosierra igual o mejor que Juan. Conocía con sólo mirar la semilla, la diferencia entre un árbol y otro, a utilizar la escopeta para cazar y el machete para hacerse camino en el bosque.  Ernesto ya era un hombre, un hombre agradecido por todo lo brindado en esa casa tan humilde pero importante.

Los Estrada a medida que pasaba el tiempo y como era natural, iban envejeciendo. Juan  no era el mismo que cuando conoció al niño, sus musculosos brazos ya no tenían la misma fuerza. Julia ya no madrugaba como de costumbre ni realizaba los viajes al pueblo tan seguido. Todo era suplantado con el gran esfuerzo de Ernesto, que había echado lomo de boxeador, su fuerza fue supliendo a la de su padre adoptivo y a su vez su amabilidad se complementaba con los esfuerzos realizados por Julia, pues él mismo sería por años quien despertaría a sus padres con mate todas las mañanas y quien realizaría los viajes semanales al pueblo, donde era tratado como un Estrada más.

En el año 1993, a la edad de sesenta y tres años falleció Juan, víctima de una neumonía provocada por el frío y la humedad del bosque. Su sepelio fue multitudinario, visitado por todos los habitantes del pueblo, los dueños de la maderera y funcionarios del gobierno provincial, quienes además, aseguraron a la viuda y su hijo que la relación  seguiría con normalidad. Al día siguiente se inhumaron los restos en un sector del bosque donde se colocaron una cruz de madera y una placa en homenaje al gran hachero.

A partir de allí se generaría un gran inconveniente para Ernesto, levantarle el ánimo a su querida madre adoptiva, que había caído en un profundo estado de depresión. Jamás lo logró, y luego de una larga agonía también falleció Doña Julia, recibiendo a su vez las mismas muestras de afecto que su marido. Obviamente fue enterrada junto a quien fue y será su eterno compañero.

Volvió a repetirse la historia, otra vez Ernesto, quedaba en soledad, con la diferencia que implicaba su mayor edad y el estar rodeado por la naturaleza, de la cual se había convertido en aliado y amigo.

Convivir con árboles y animales era para el solitario Ernesto un placer que pocos podían gozar.

Pero no todo era color de rosa para el hachero, los cambios en los gobiernos provinciales, trajo aparejado cambios en la gente que frecuentaba y autorizaba su estadía en el bosque, también sufría la economía neoconservadora de mercado y los pagos provenientes de la maderera comenzaron a espaciarse, hasta que la misma entró en convocatoria de acreedores.

Su vida y la de sus árboles corrían serio peligro, la concesión de las rutas a empresas multinacionales traía aparejada la apertura de bosque vírgenes  y el peligro inminente de destrucción de la naturaleza.

La maderera finalmente fue comprada por una empresa española la cual envió modernas maquinarias y especializados ingenieros forestales para la tala indiscriminada de árboles, haciendo que algunas especies entraran en peligro de extinción, siempre con el consentimiento de las nuevas autoridades provinciales.

Otra vez Ernesto se sintió de más, y en un acto de ratificación de su forma de ser, se dirigió a la tumba de los Estrada de los que se despidió con un profundo llanto.

Otra vez, Ernesto subido a un tren hacia un rumbo desconocido pero con destino de libertad.

Seudónimo: Eduardo J. Quintana. Nacido en Buenos Aires, Argentina, el 4 de marzo de 1963, casado; ha escrito:"El Hachero", Mención de Honor 4º Antología de poetas y narradores 1999; "El Paraiso Perdido", Mención de Honor 3º Certamen Internacional de poesía y cuento libre; "La Rebelión de las Cacatúas", 1° Mención de Honor 1er. Certamen Internacional José Martí; "Los Ibañez" Mención de Honor Concurso Nacional de Cuento Voces del Milenio; "Momentos de Utopía", Finalista Destacado XII Certamen Argenta, septiembre 2000.   Libros Editados: "Momentos de Utopía" Ediciones de la Librería,  Primera Edición Diciembre de 2000.  Segunda Edición marzo 2001.

       

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