EL HACHERO Eduardo Quintana El hemisferio sur tiene la característica de poseer infinidad de zonas con diversos climas, estepas, mesetas, praderas, bosques, zonas húmedas y zonas secas, ríos, lagos y desiertos.
En la Capital Federal, mas precisamente en el barrio
de Almagro vivía la familia Murillo. Integrada por Jorge Murillo, argentino,
treinta años de edad y diez de militancia en el Partido Comunista y otros
tantos en el gremio de la carne. Su esposa Esther López de Murillo, dos años
menor que su marido, ama de casa y estudiante de psicología. Ambos tenían un
hijo varón al que llamaron Ernesto Fidel Murillo, cuyos nombres eran en
homenaje a sus mentores ideológicos; estaban acostumbrados a militar en villas
de emergencia, realizando todo tipo de tareas sociales. Jorge, a su vez
trabajaba en el gremio de la carne engrosando
las filas de la oposición. En el país estaban ocurriendo “cosas raras”,
muchas denuncias de desapariciones de personas, cientos de enfrentamientos con
presuntos elementos subversivos. Era de temer la situación, por cuanto se
dispuso que los activistas de Partido Comunista, estuvieran en contacto
permanente. En uno de los viajes de regreso de la villa, el colectivo fue
interceptado por tres automóviles Ford Falcon color verde, todos los pasajeros
fueron bajados por la fuerza, entre ellos Jorge, Esther y Ernestito; quienes
fueron introducidos en uno de los vehículos sin mayores explicaciones. Era el principio del fin de la familia, ellos lo
presentían y veían con preocupación el futuro de su hijo Ernesto, pues no tenían
otros familiares. Los tres fueron llevados a la Escuela de Mecánica de la
Armada, conocida mas tarde como un nefasto centro de tortura. Los padres fueron
separados, torturados y hasta el día de la fecha desaparecidos. El niño fue
entregado a una familia de buena posición económica con la que empezó la
verdadera odisea de su vida. Desde el primer día, intentó en vano escapar para
buscar a sus padres, sin saber que jamás los volvería a ver. La familia adoptiva vivía a dos cuadras de una
estación de tren. Una noche en un descuido, Ernestito logró burlar las
cerraduras y escapar hacia las vías, subiendo en minutos a un tren con rumbo
desconocido. Al llegar a la estación terminal, bajó asustado y sin saber que
haría de su vida. Cuando pudo conseguir como comunicarse llamó por teléfono a
su antigua casa y como era obvio, el llamado fue atendido por otra gente, que le
explicó al niño que sus padres no vivían allí y que no conocían a nadie con
ese nombre. El niño lloró desconsoladamente, como pensando en el estado de
abandono en que se encontraba. Ya bien entrada la noche procedió a buscar un
lugar donde pernoctar. Lo hizo en unos vagones de carga no muy cómodos pero a
resguardo. La familia adoptiva ya había realizado la correspondiente denuncia y
su búsqueda había comenzado. A la madrugada y cuando Ernestito estaba
profundamente dormido el tren comenzó a moverse; él, sin inmutarse, prosiguió
con su profundo sueño, como si su destino fuese el de encontrar su futuro en
otras tierras. El tren partía con destino a la provincia de
Misiones y el niño jamás lo sabría. Cerca del mediodía, mientras el tren
seguía con su recorrido, el pequeño
polizón despertó, quizá por el frío, quizá por el hambre. Recién allí tomó
conciencia que el tren estaba en movimiento, al acercarse al portón vio como
todo el horizonte era campo. En un estado de melancolía pura y con los ojos
completamente vidriosos, el niño se acurrucó en un rincón del vagón a la
espera que el tren detenga su marcha. Este no hizo parada alguna en todo el día
y recién entrada la noche se detuvo. Al fin tierra firme, pareció exclamar
Ernestito, quien en un segundo decidió queÂ
su próximo paso sería comer algo. El parador era en medio de campos y huertas, y la oscuridad era
total. Â
No obstante se las ingenió para subirse a un ciruelo y a un naranjo de
donde juntó provisiones como para varios días. Cuando volvió al tren con su cena preparada estuvo
a punto de ser descubierto por el maquinista que pasaba revista a los frenos del
tren. Toda una aventura para el pequeño Ernestito, una aventura con final
incierto. Luego de varias horas de viaje, el tren volvió a detenerse, en ese
momento el niño decidió bajar e internarse en el frondoso bosque en búsqueda
de un lugar cómodo para hacer sus necesidades, puesÂ
tanta fruta había surgido efecto. En esos mismos instantes se escuchó
la bocina del tren que había emprendido su marcha; con los pantalones a medio
subir Ernesto inició una veloz carrera hacia el último vagón de la formación
ferroviaria, que por su velocidad hizo vano su esfuerzo, quedando extenuado a la
vera del hermoso bosque, sin otro medio de locomoción que las piernas. Deambuló durante todo el día, durmió debajo de un
árbol caído y al amanecer siguió buscando quizá sin saberlo su futuro.
Alimentación no le faltaría con tanta naturaleza, eso sí, de noche pasaba
algo de frío. Sobre todo cuando comenzó la época de lluvias, uno,
dos, tres días ininterrumpidos de lluvia. En una de las tantas caminatas,
escuchó a lo lejos un cierto golpeteo que se fue agudizando a medida que el niño
se iba acercando. En un momento determinado una sombra cubrió los rayos solares
que penetraban por las copas de los árboles y un ruido ensordecedor asustó al
niño, fue entonces cuando un enorme árbol se desplomó a metros de él. Detrás
se esgrimía la figura de quien había talado el vegetal. Su imagen era temible,
gordo, de casi dos metros de altura, abundante barba, pelo largo y un vozarrón
que exclamó: -Â Â Â Â Â Â Â Â
Qué haces niño, ahí parado. ¿Quieres que te mate?. -Â Â Â Â Â Â Â Â
No señor, respondió asustado Ernesto. -Â Â Â Â Â Â Â Â
Ven aquí. ¿Cómo te llamas?. -Â Â Â Â Â Â Â Â
Ernesto -Â Â Â Â Â Â Â Â
¿Estás perdido? -Â Â Â Â Â Â Â Â
Sí señor se fue el tren y me perdí en el bosque. -Â Â Â Â Â Â Â Â
Ven a casa para asearte y comer algo caliente. La sola invitación a comer,Â
había hecho pasar el susto al niño. En la casa los esperaba la esposa
con un abundante guiso de arroz. La llegada del hachero con el joven visitante
asombró a la mujer, que muy educada se presentó: -Â Â Â Â Â Â Â Â
¿Qué tal
hijo, cómo te llamas?. -Â Â Â Â Â Â Â Â
Ernesto Fidel Murillo, señora -Â Â Â Â Â Â Â Â
Encantado, yo soy Julia, la esposa de Juan.- Explicó la mujer, dándole
un cariñoso beso. -Â Â Â Â Â Â Â Â
Acércate a la mesa que te sirvo un plato de guiso caliente. - Dijo
Juan. -Â Â Â Â Â Â Â Â
Bueno, si insisten. -Demostrando tener buen humor y muchísima hambre. La comida estaba exquisita, la charla muy amena pero
su cuerpo estaba necesitado de un baño caliente. El lugar era del gusto de Ernesto, mucha hospitalidad y sobre
todo mucho cariño. Los Estrada, asíÂ
era el apellido del hachero y su esposa, eran una pareja sin hijos que
vivía internada en un bosque de la Provincia de Misiones. Dentro de la
abundancia de todo tipo de árboles y en la más completa hermandad con la
naturaleza, esta humilde familia vivía de la caza, la pesca, el talado y
sembrado de árboles autóctonos. Defendían su hábitat de tal forma que
llevaban un control de los árboles que se talaban y sembraban igual cantidad de
la misma especie. Poseían un tractor grande con el cual trasladaban
los troncos hacia un depósito a intemperie desde donde se cargaban en camiones
para el transporte. La empresa que adquiría la materia prima era una importante
maderera de Capital Federal, para la cual, Juan prestaba este servicio. Las
tierras eran fiscales por cuanto el hachero pagaba un alquiler mensual por el
arrendamiento y cuidado. Anualmente recibía una delegación del gobierno
encargada de verificar el estado del bosque y la provisión de semillas. La
familia Estrada siempre recibía felicitaciones y hasta resarcimientos económicos
tanto del gobierno como de la maderera. Ernestito había caído en un paraíso, con un
hombre y una mujer ansiosos de tener un hijo, que biológicamente no podían
concebir. El niño se fue quedando y a medida que fue pasando
el tiempo, adaptado a la vida natural, ninguno de los tres por lo visto tenía
intenciones de separarse, por lo que la convivencia fue magnífica. Pasados tres meses; Doña Julia, como la llamaba el
niño, comenzó a preocuparse por su educación. A sólo 20 kilómetros en un
pequeño pueblito había una humilde pero necesaria escuela. En uno de sus
viajes al pueblo, Doña Julia inscribió al niño para cursar la primaria. El único
inconveniente era el trayecto, por cuanto veinte kilómetros a pie era imposible
hacer y en bicicleta era bastante difícil. La idea de Juan prendió enseguida y
le obsequió al niño un zaino al que apodaron “TITO”. Fue uno de los
grandes amigos de Ernesto, sólo un silbido, sólo un grito comunicaba al humano
con el animal. Así fue creciendo el niño, haciéndose hombrecito y amando su lugar y
su país. Igual como lo hacían sus padres biológicos a quienes Ernesto extrañaba
y de quienes exigía a veces las respuestas que nunca le pudieron dar en vida.
¿Por
qué? ¿Por
qué tuvieron que
separarse?.¿Por
qué nunca lo vinieron a buscar?. Recién de grande, pudo comprender la situación y
develar su gran incógnita, asumiendo su nuevo rol, el de serÂ
hijo de desaparecidos como otros tantos en el país. Todo el trauma que
eso generó fue apaciguado por el amor que le brindaron Juan y Julia. Sin duda,
amor de padres. Ernesto sin saberlo, retribuyó ese amor con el
llenado de un lugar vacío, en la casa de los Estrada. Ese lugar que la
naturaleza jamás hubiese podido ocupar. Pasado varios años y habiendo asumido la pérdida de sus padres, fue él
mismo quien pidió adoptar el apellido de sus padres adoptivos. Julia se encargó
personalmente de todos los trámites de adopción legal, los cuales fueron rápidamente
aceptados por el gobierno provincial, que tenía un gran concepto de los
Estrada. A su vez ellos se comprometieron a darle educación y muchísimo amor.
Y cumplieron con creces, pues culminó el primario y enseguida comenzó la enseñanza
del oficio de hachero que tan bien sabía Juan. A los dieciséis años Ernesto
manejaba el hacha y la motosierra igual o mejor que Juan. Conocía con sólo
mirar la semilla, la diferencia entre un árbol y otro, a utilizar la escopeta
para cazar y el machete para hacerse camino en el bosque.Â
Ernesto ya era un hombre, un hombre agradecido por todo lo brindado en
esa casa tan humilde pero importante. Los Estrada a medida que pasaba el tiempo y como era
natural, iban envejeciendo. Juan no
era el mismo que cuando conoció al niño, sus musculosos brazos ya no tenían
la misma fuerza. Julia ya no madrugaba como de costumbre ni realizaba los viajes
al pueblo tan seguido. Todo era suplantado con el gran esfuerzo de Ernesto, que
había echado lomo de boxeador, su fuerza fue supliendo a la de su padre
adoptivo y a su vez su amabilidad se complementaba con los esfuerzos realizados
por Julia, pues él mismo sería por años quien despertaría a sus padres con
mate todas las mañanas y quien realizaría los viajes semanales al pueblo,
donde era tratado como un Estrada más. En el año 1993, a la edad de sesenta y tres años
falleció Juan, víctima de una neumonía provocada por el frío y la humedad
del bosque. Su sepelio fue multitudinario, visitado por todos los habitantes del
pueblo, los dueños de la maderera y funcionarios del gobierno provincial,
quienes además, aseguraron a la viuda y su hijo que la relaciónÂ
seguiría con normalidad. Al día siguiente se inhumaron los restos en un
sector del bosque donde se colocaron una cruz de madera y una placa en homenaje
al gran hachero. A partir de allí se generaría un gran
inconveniente para Ernesto, levantarle el ánimo a su querida madre adoptiva,
que había caído en un profundo estado de depresión. Jamás lo logró, y luego
de una larga agonía también falleció Doña Julia, recibiendo a su vez las
mismas muestras de afecto que su marido. Obviamente fue enterrada junto a quien
fue y será su eterno compañero. Volvió a repetirse la historia, otra vez Ernesto,
quedaba en soledad, con la diferencia que implicaba su mayor edad y el estar
rodeado por la naturaleza, de la cual se había convertido en aliado y amigo. Convivir con árboles y animales era para el
solitario Ernesto un placer que pocos podían gozar. Pero no todo era color de rosa para el hachero, los
cambios en los gobiernos provinciales, trajo aparejado cambios en la gente que
frecuentaba y autorizaba su estadía en el bosque, también sufría la economía
neoconservadora de mercado y los pagos provenientes de la maderera comenzaron a
espaciarse, hasta que la misma entró en convocatoria de acreedores. Su vida y la de sus árboles corrían serio peligro,
la concesión de las rutas a empresas multinacionales traía aparejada la
apertura de bosque vírgenes y el
peligro inminente de destrucción de la naturaleza. La maderera finalmente fue comprada por una empresa
española la cual envió modernas maquinarias y especializados ingenieros
forestales para la tala indiscriminada de árboles, haciendo que algunas
especies entraran en peligro de extinción, siempre con el consentimiento de las
nuevas autoridades provinciales. Otra vez Ernesto se sintió de más, y en un acto de
ratificación de su forma de ser, se dirigió a la tumba de los Estrada de los
que se despidió con un profundo llanto. Otra vez, Ernesto subido a un tren hacia un rumbo desconocido pero con destino de libertad.
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