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TOCAR UN LIBRO
José Ma. Guelbenzu - Diario
El País
Cuando el señor Negroponte, el más ambicioso proyectista de autopistas de la información, decidió
explicar en qué consistía su apuesta, lo hizo escribiendo un libro; quiero
decir: lo hizo en forma de libro. ¿Será por el prestigio que aún le queda al libro impreso en
papel? ¿Será porque, hoy por hoy, la exposición pública de una reflexión sigue necesitando
un soporte que tienda a propiciar esa reflexión? La lectura exige las cualidades de
soledad, paciencia y reflexión para dejarse querer; sin ellas no hay lectura buena que
valga. Pero en la actualidad se va perfilando una cualidad más, quizá de segundo orden en
cuanto a importancia, pero sin duda característica: el tacto. A medida que vayan progresando e incluso
imponiéndose otros soportes al papel, creo que el tacto va a pasar a
convertirse, cada vez más, en un elemento integrante del placer de la lectura.
No es que antes no lo fuera; lo que quizá ocurriese es que no lo apreciábamos como
tal, como elemento de importancia. Y no sólo el tacto. Yo he visto en muchas ocasiones a amigos y a desconocidos abrir un libro que
están hojeando con la intención probable de comprarlo y llevárselo a la nariz, así abierto de par en par,
para aspirarlo con deleite. En esa ubicación del apéndice nasal entre los medianiles del libro no había
sólo un placer inmediato y una promesa de satisfacción sino también un ejercicio de
memoria. El papel, la tinta, incluso las colas, le remitían al olfateador a otras lecturas
que, sin duda, debieron ser extraordinariamente placenteras para haber quedado asociadas al
olfato. Una memoria que quizá operase de libro en libro o quizá le recordara una colección de
libros, o una serie particular, o incluso una época determinada de la edición -no olían igual los libros
de Al Monigote de Papel, de Janés, que los de El Club de la Sonrisa, de Taurus, como tampoco olían igual los
policiacos de la colección El Búho que los de El Séptimo Círculo venidos de la Argentina; ni la
Biblioteca Breve de Carlos Barral que la actual Biblioteca Breve, que ni siquiera va
cosida.
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Ver, oler y tocar: tres sentidos de cinco se aplican al libro. De todos, la vista es el principal, pero el
tacto es tan constante como ella. El lector establece, al adquirir un libro, una unidad de medida que le
permite manejarse con relativa facilidad; esa unidad es la página; una vez asimilado el tamaño de ésta y
apreciado el grosor de los cantos, la vista y las manos trabajan perfectamente unidas para
avanzar, para retroceder, para buscar, para orientarse... Incluso cuando el libro se cierra porque hemos terminado de
leer por el momento, las manos acarician las tapas como se despide una pareja hasta la cita del día
siguiente. En fin, no quiero ponerme lírico. |
Tampoco apocalíptico, entiéndanme. No estoy haciendo un canto a la belleza y felicidad del libro y la
lectura para acabar cayendo sobre ustedes en el último párrafo con alguna revelación aterradora sobre el
futuro que nos espera. Yo, mientras la lectura siga siendo asequible, acepto cualquier soporte por el que
me llegue. Pero si puedo elegir, elijo el libro, que es lo que hizo el señor Nicholas Negroponte en alguna
de las áreas de descanso de sus autopistas de la información porque, hoy por
hoy, en cuanto a personalidad cultural, el libro sigue sin tener rivales de peso.
Así como se ama a la literatura, ¿se puede amar a un libro? Me refiero al
soporte, claro, no a una obra determinada. El amor a la literatura es básico para
disfrutar de ella y para sentar las bases del gusto. ¿Y el libro, el objeto que la
contiene? Hay libros bellísimos y libros vulgares, aunque todo depende de lo que el lector vea en
ellos, como les ocurre a los enamorados con sus parejas. La lectura es un acto de
amor y un acto en el que el entendimiento se pone en marcha y se carga gracias a la imaginación. Pero tocar
un libro es como tocar a un amante. El que no sabe hacerlo no sabe lo que se
pierde.
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