Â
LA
VISION
Rafael
A. Marañon
Un
crujido resonó en la amplia nave de la iglesia dentro de la cual, postrado de
hinojos, se hallaba un joven de unos trece años. En el silencio de la noche
invernal, solo roto por el ulular del viento en las enormes crujías, el frío
entraba a través de las inmensas puertas claveteadas de bronces representando
santos, ángeles, gárgolas y dragones.
Las
velas chisporroteaban intermitentemente al ligero empuje de la gélida brisa.
Las imágenes en las hornacinas miraban con sus ojos de mayólica fijos en un
punto estático, y en el silencio y la penumbra de la iglesia parecían moverse
de forma amenazadora. Trasgos, brujas, espectros misteriosos y sugerentes, parecían
reflejarse en las sombras de las esquinas de los altares que se hallaban en los
anchos paramentos, al costado de la enorme iglesia.
Gemían
los arbotantes retorciéndose con el frío de la noche que ya se había cerrado.
Nadie transitaba por las calles y menos aun por la plaza donde se hallaba
situada la iglesia. Un olor a cera quemada llenaba todo el recinto. El chico no
se movía. Absorto en sus rezos, parecía no sentir en su menudo cuerpo frío
alguno.
Las
gigantescas puertas rechinaron con un graveÂ
chirrido y se fueron cerrando por mano de Joseíto, el sacristán, que se
preparaba para retirarse. El chico no se movió. Sabía que Joseíto le avisaría,
y como era asiduo a los rezos todas las noches ya estaba familiarizado con
aquellos ruidos. No se levantó.
El
hombre acabó de cerrar las puertas y parsimoniosamente se acercó al muchacho
tocándole suavemente el hombro. Vamos ya -le dijo. Levantándose el
joven siguió al hombre en dirección a las crujías a través de un pequeño
altar dedicado al apóstol Juan. Mientras el sacristán se adelantaba para
terminar de cerrar las puertas de las naves laterales, el joven se quedó
mirando atentamente algo que le llamó poderosamente la atención.
En
un altar pequeño y rústico, lucía una gruesa vela que algún parroquiano habría
ofrecido y detrás de ella el joven observó una enorme Biblia, abierta por el
primer capítulo del evangelio de San Juan. Era una versión latina de San Jerónimo
como después comprobó y estaba escrita con
gruesos y miniados caracteres, aureolada con una rica cenefa de dorados y
retorcidos dibujos. Una preciosa obra de arte.
Pero
no era el arte lo que atrajo la atención del muchacho, sino la escritura que en
latín, en gruesas y doradas letras destacaba el primer verso del evangelio de
Juan. In principio... Gabriel, que así se llamaba el jovencísimo devoto
se estremeció al leer lo escrito. Era estudiante y tenía algún conocimiento
del latín, pero no entendió lo que allí se decía. Por analogía creyó
descifrar algo y un estremecimiento le sacudió. A pesar de sus rezos, Gabriel
no era especialmente religioso y tenía en muy poco las cuestiones eclesiásticas
y las fábulas religiosas. Pero aquella lectura, aquel ambiente, tenía una
fascinación, un encantamiento tan especial que le atraía irresistiblemente
hacia el libro.Â
Mientras
el sacristán terminaba de arreglar los ornamentos para la misa de la mañana,
el olor de las velas, el silencio y la tenebrosidad del pasillo a la poca luz
que se reflejaba de la escolanía, junto con el solemne escrito, hicieron que
Gabriel mirara temerosamente alrededor. No se atrevió a salir y por otra parte
aquel momento le embargaba impidiéndole moverse. Solo cuando el oficial salió
y le vio allí quieto y encogido reaccionó el muchacho. El hombre le envolvió
los hombros con su brazo, adivinando un gran
miedo en el joven y le sacó por la única puerta que quedaba abierta.
Por
poco me marcho y te dejo aquí-
dijo Joseíto sonriendo. En el estremecimiento de Gabriel adivinó hasta que
punto estaba asustado. Se equivocaba. No era el miedo lo que le estremecía,
sino un escalofrío producido por la majestad del texto que acababa de leer,
como años más tarde comprobó.
Se
marchó a casa, y aquella noche no quiso detenerse con los amigos que le
esperaban en la plaza para jugar, a pesar del frío reinante. En su casa, su
madre le dijo que esperara a sus hermanos y les daría de comer pero él,Â
ya subiendo a su habitación, dijo a su madre. -Me voy a la cama, no
tengo ganas de comer. La madre preocupada y con el celo importuno de las
madres, insistió. -Pero come algo antes de dormir, ¿estas enfermo?. -No mamá,
no estoy enfermo pero quiero acostarme pues mañana tengo que madrugar. Y
sin más subió las escaleras todavía sujeto a la impresión de aquel momento y
aquellas palabras leídas en la iglesia. Nunca las olvidaría.
Fue
la noche mas trascendental de su vida. Si en sueños, no lo sabía, si despierto,
tampoco. Percibió una visión que le marcaría por toda su vida. Vio un trono
como de cristal esmerilado, como translúcido, que le pareció como una nube
resplandeciente de luz intensísima. No le hería los ojos y le envolvió como
una neblina, que sin embargo era transparente y luminosa. Una presencia
invisible pero casi palpable le envolvió y solo pudo dejarse caer de rodillas y
en el éxtasis de una alegría indescriptible exclamaba sin cesar. ¡Eres tú,
eres tú! Nadie le respondió, pero él percibió claramente que «alguien»
estaba allí y que él se encontraba envuelto totalmente en una nube de gloria.
Cuando
se acordó de aquella visión no pudo determinar lo que le había ocurrido; no
sabía quien era la persona que le mostraba la visión ni quien estaba en la
visión ni por qué dijo ni a quien ¡eres tú! pero la visión
relacionada con aquellas palabras le marcó de tal manera, que su vida cambió
radicalmente a partir de aquel momento. Ni siquiera supo si la visión se había
producido aquella noche o mas tarde en otra ocasión.
Posteriormente
cuando estudió en la Biblia la visión de Ezequiel, comprobó que esta era muy
semejante a la que experimentó él en aquella inolvidable noche. Su pregunta,
insistente y perpleja le acosaba constantemente. ¿Como era posible que no conocíendo
los escritos de Ezequiel, pudiera tener una visión semejante a este? ¿Que
significaba aquello?.
Un
aciago día, un sobrinito suyo cayó en una caldera de agua hirviente y el médico
le pronosticó una muerte segura. Estaba quemado en una superficie de su cuerpo
muy por encima de la que los médicos consideraban por experiencia un desenlace
fatal. Todos estaban desesperados. No tiene arreglo.- dijeron. Gabriel
recordó la visión y resueltamente dijo a todos, aunque ninguno prestó atención
a causa de lo trágico del momento. Esto, sé yo como se arregla. Y sin
vacilar se marchó a la iglesia y allí se derramó en oración ferviente en la
seguridad de que sería escuchado. Y fué escuchado. El sobrino vive con buena
salud y exteriormente no se nota que es un «gran quemado». Si por causa de la
oración o por otros motivos, lo cierto es que vive y trabaja plenamente.Â
Más
adelante, caminó como casi todos los hombres jóvenes por los senderos de la
vida haciendo vida normal con sus amigos y sus intereses, pero la experiencia le
acompañó y aguijoneó siempre. Pasados los años mozos, la visión y el
momento en la iglesia le embargaron de tal modo, que dejando todos sus negocios
y trabajos se dedicó a una vida meditabunda y solo quería hablar de Dios.
A
mí me lo contó varias veces pidiéndome que no lo divulgara. Yo le pregunté
¿temes que te tomen por loco? Y él me respondió con talante grave- No
es eso; no me importa lo que la gente piense o deje de pensar. Es que no deseo
que algo tan maravilloso esté en las lenguas de hombres corruptos de
entendimiento y de vida y hagan escarnio del que me ofreció la visión. No sé
si ángel o arcángel o algún otro ser espiritual fue lo que se reveló, pero
fue tan sublime la alegría que sentí, que ya no ha habido para mí, ni espero
que haya, algo semejante. No quiero dar pábulo a burlas o acosos.Â
A lo largo de mi vida he visto actuar al que se me presentó en la visión
y es tremendamente real. Si quieres, cuando pasen los años, lo escribes con mi
nombre figurado y das a conocer la visión y la repercusión que en mi vida ha
tenido. Creo que no acertarás a describirlo como yo lo sentí, pero al menos
algo esbozarás.
Esto
es lo que hago ahora cuando él se ha ido, sabe Dios donde, y a mí me ha dejado
un inquietante relato que traslado a los lectores. Pero yo, a partir de aquella
historia, no he podido vivir como los demás y contemplo la muerte como una
luminosa esperanza y no como un fatal y desesperado desenlace. A él lo marcó
aquella visión... y a mí también.
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