LOS BLANCOS CAMPOS DE BENIDORM

Por: Fernanda Savala

Del libro "Leyendas y tradiciones valencianas I

(Enviada por nuestra amiga Pepa Esperanza Llinares)

 

          Cuando naci�, el padre tuvo a bien imponerle el nombre de una legendaria princesa abas�, esposa del c�lebre Har�n-Al-Raschid, que ascendi� al trono de los califas en 787.

          La ni�a, debido a un presentimiento paterno o tal vez por designio de Al�, crec�a manifestando las mismas cualidades intr�nsecas y similar hermosura que su insigne tocaya Zobeida, cuyo mausoleo se halla en Bagdad.

          Piadosa, altruista y dotada de una belleza digna de admiraci�n que nunca la envaneci�, la �nica hija de Mubarak, alcayde del castillo de Benidorm, fue instruida en la tolerancia y el respeto a sus semejantes. Amortizaba el magisterio, recibiendo, testimoniando, adem�s, una innata curiosidad, no solo por el saber condensado en las lecciones de sus maestros, sino tambi�n por cuantas cosas descubr�a alrededor suyo: bondades e injusticias, los asombros cotidianos que conlleva la vida. Salvo rega�inas a tiempo para enderezarla, nada le regate� Mubarak, tan celoso y satisfecho de ella que jam�s tuvo la espina de a�orar un heredero var�n.


    
       Almendros en flor, Benidorm  Foto: Jes�s Iglesias
La avenencia entre ambos era rec�proca y el mutuo cari�o incondicional. Zobeida depart�a con �l de arte, letras y m�sica; de sus inquietudes y alegr�as �ntimas. Mubarak le contaba las suyas: Asuntos de gobierno, gozos y tribulaciones; la orfandad de amor en la que lo sumi� la viudez, reci�n nacida Zobeida, pese al futil consuelo de sus concubinas.

-�Ojal� encuentres uno tan grande como el que tu madre y yo nos profesamos. No eres hija del desamor ni has medrado en �l. Eso honra y obliga a comprender muchas desventuras � le dijo un d�a, mientras charlaban oteando , desde una atalaya de la fortaleza, la lisura del mar, su enga�osa finitud en el trazo azul�simo del horizonte..

          Al cumplir los dieciocho a�os, a Mubarak le alarm� la repentina tristeza de Zobeida, su extrema delgadez y un retraimiento que, al parecer, no atend�a a embelesos m�sticos ni enfermedad alguna, seg�n dictaminaron los m�dicos. Segu�a siendo d�cil y afectuosa con su padre, pero la mirada, desprovista de vivacidad, era indescifrable y el sesgo de los labios melanc�licos, apenas una sonrisa, entre tierna y doliente, forzada acaso para no defraudarlo.

          -�Tienes alg�n amor contrariado? � le pregunt� una noche, concluida la cena.

          La respuesta fue escueta, sincera a medias; el tono dulce, falsamente animoso.

          -No, padre m�o.

          Luego, solicitando el debido permiso para retirarse, Zobeida, en sus aposentos, rompi� a llorar. Y es que el mal suyo era mucho m�s grave. Se trataba de una querencia, eso si, pero il�cita. Porque la tranquila coexistencia imperante en el pueblo entre moros y cristianos, despu�s de tres siglos de dominaci�n isl�mica, no alcanzaba a tolerar que hombres y mujeres de distintas religiones sostuvieran amores. Su amado Diego y ella hab�an incurrido en sacrilegio entreg�ndose el uno al otro furtivamente. Ambos deseaban vivir, engendrar hijos y envejecer juntos; que aquella dicha no encendiera odios ni esc�ndalos. La afrenta a sus respectivos dioses era ya irreparable, salvo que la magnanimidad divina los absolviese. Al menos, los dos confiaban en ello. Sin embargo, el perd�n de los mortales es siempre cicatero �pensaron- y si trascend�an esas relaciones las consecuencias de semejante delito eran previsibles: repudio y venganza, muerte para el cristiano que os� yacer con la hija del alcalde musulm�n.

          Diego y Zobeida, con harto dolor por parte de ella, que deploraba renunciar al respeto y el cari�o paterno, resolvieron fugarse una noche. Lo convenido era que, a trav�s de un pasadizo secreto del castillo, la muchacha saliese al exterior donde Diego la aguardar�a con una larga soga tendida desde lo alto del acantilado del Mal Pas hasta la playa. Un plan perfecto.

          Los amantes, estrechamente unidos, se deslizaron por la cuerda. Pero, quiso la suerte, que apenas pisada la arena, unos pescadores moros los sorprendieron.

-Apresadlos � dijo una voz en la oscuridad- y que el alcalde aplique justo escarmiento a los pr�fugos y premie nuestro servicio.

La pareja, devuelta a empellones al Alc�zar, compareci� ante Mubarak, maltrecha y aterida de fr�o. Zobeida, de hinojos, suplicaba clemencia para Diego.

-Padre m�o, no le mat�is. Dejad que apele a vuestra misericordia en nombre del amor que mi madre y vos os profesasteis, el mismo que deseabais para mi � rog� entre sollozos.

          Mubarek y Diego se midieron con la mirada. Un fogonazo revelador. El primero, aunque altivo, parec�a desconcertado. El segundo mantuvo la cabeza erguida, demostrando entereza y enorme ternura, mientras alzaba del suelo a la joven. Entonces , el alcalde dict� sentencia:

-Te librar� de la muerte, cristiano, pero cumplir�s condena en una mazmorra hasta que los campos de esta tierra se cubran de blanco �dijo, seguro de que jam�s nevaba en aquellas latitudes y que el preso fallecer�a entre rejas.

          Transcurridos unos meses, durante los cu�les padre e hija no osaban casi dirigirse la palabra, una ma�ana, Diego, desde el ventanuco de la celda, divis� alborozado que un manto de impoluta blancura cubr�a los aldea�os del castillo, repletos de almendros en flor, exuberantes, tr�mulos, n�veos.

-Transmitid al alcalde la buena nueva y mi confianza en que cumpla la promesa � dijo al carcelero.

            Y Mubarak, noble, sensible, coherente con la educaci�n inculcada a Zobeida, no solo lo excarcel�, sino que tambi�n tuvo la iniciativa de abrazarlo como futuro padre de sus nietos y probable b�culo de su vejez, que lo fue.

 

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