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EL ARTE DRAMÁTICO DE LA LUCHA LIBRE
Roberto Echeto ®
2000/2001
No sé exactamente la fecha en que por primera vez vi la lucha libre; creo que fue en 1960 o 1961, cuando yo tenía diez u once años. La veía en blanco
y negro, en la televisión, y tenía que hacerlo a escondidas porque mis padres me lo prohibían por lo fuerte y ruda que era.
Como la transmitían de noche, y a causa de la prohibición paterna, tenía entonces que fingir que me iba a la
cama. Luego a escondidas encendía la televisión. Era fascinante... Los rudos y los
buenos, los héroes y los villanos, las luchas de máscara contra cabellera, máscara contra máscara,
las batallas campales, la lucha de relevos y sus llaves: la Doble Nelson (del Dr. Nelson), los múltiples golpes de puño muy cortitos del Tigrito del
Ring; la Patada voladora, el piquete a los ojos, la palanca al brazo, la puesta de
espaldas, el cangrejo...
Admiraba a estos gladiadores, todos ellos estupendos atletas, acróbatas y
actores; ellos eran mis héroes. Era un placer dibujarlos cuidadosamente, colorearlos con mis lápices Prismacolor y luego recortarlos para jugar con
ellos a las luchas, como muñequitos de papel durante horas...
Carlos Zerpa: Catálogo de la exposición Kick Boxer;
Sala Mendoza, Caracas 1999
Cada sábado, a las ocho y media de la noche, dejo todo lo que estoy haciendo y me siento a ver la lucha libre que transmiten por Marte TV. No sé
por qué, pero semejante espectáculo me fascina y me devuelve a un estado de irracionalidad infantil que me cuesta
deshacer. Tal vez sea porque en la estructura discursiva de la lucha libre se encuentra incrustada la eterna
lucha entre el bien y el mal, y porque definitiva y atávicamente no hay nada que nos atraiga más que una
golpiza. Esos dos poderosos elementos son la base de un complejo espectáculo que combina la
violencia, el deporte y la expresión teatral en medio de un tono hiperbólico arraigado en lo más
profundo de las costumbres populares. Quien no esté dispuesto a leer en la lucha libre el compendio de todos estos
valores, se perderá del encanto y de la diversión que los luchadores en el ring son capaces de prodigar con sus
maneras exageradas, sus golpes de mentira y de verdad, sus tacles, zancadillas, puntapiés,
llaves, proyecciones, saltos, trampas, coreografías, máscaras y disfraces.
Todo en la lucha funciona en el registro de la simulación. Todo es remedo y movimiento
estudiado. Cada acción ha sido concebida para generar un producto que hable de una violencia que no es sangrienta sino de
mentira, de una violencia teatral que, por un lado, legitima a la lucha libre, y por
otro la unifica como obra, como espectáculo.
Bien conocida es la creencia de que la objetivación de los hechos violentos en el arte y en el deporte contribuye a disminuir la violencia
real en las sociedades, como si de una vacuna “anti-agresividad desmedida” se
tratase. Esa función social explica por qué espectáculos tan sangrientos como el
boxeo, las corridas de toros y la misma lucha libre perviven a través de los
siglos. El origen de semejantes manifestaciones culturales se pierde en los vericuetos históricos más recónditos de las primeras
civilizaciones. Ya en los frescos del palacio de Cnossos aparecían auténticas lidias de toros afanados en cornear jóvenes y arriesgados
acróbatas. En la Ilíada y la Odisea aparecen personajes boxeando; en Roma hubo edificios enteros dedicados a todas las variantes posibles del pugilato
y del pancracio, como llamaban los antiguos romanos al combate sin reglas, a la lucha
libre... Hay algo misterioso en esas objetivaciones de la violencia que las hace culturalmente
necesarias. Los hechos violentos nos atraen, nos envuelven y nos tornan en adictos porque estimulan la curiosidad por aquello
que más nos horroriza en esta vida pero que, paradójicamente, deseamos con fervor vivir a través de la experiencia de
otro: el dolor. Al final de cuentas, lo que hace que disfrutemos el hecho estético implícito en
cualquier circo del dolor es el proceso de catarsis que nace cuando podemos conocer ese sufrimiento físico sin padecerlo en carne
propia. Quizás por eso sea tan difícil despegarse del encanto que produce cualquier objetivación de
la violencia. Su condición imprescindible dentro del orden social las ha refinado tanto que hoy son a la vez una expresión de un alma colectiva
sedienta de sangre y un discurso absolutamente regido por unas normas bien codificadas con el único fin de objetivar ordenadamente esa tendencia
morbosa que a los humanos gobierna. El elemento que mejor define a la lucha libre es precisamente el estiramiento de esas
reglas. Estirarlas al máximo en función del espectáculo violento que cumple su papel en la organización
social es, sin lugar a dudas, la premisa que explica no sólo la vigencia, sino la estética de la lucha
libre. En consecuencia podemos decir que el maravilloso reino de los pancraciastas enmascarados y de sus trajes
estrafalarios está hecho para que nosotros, los comunes mortales de a pie, sublimemos nuestras bajas y agresivas pasiones en un espacio tomado por
actores-luchadores que simulan ser otros, que se disfrazan o se transforman para que los veamos como héroes, como
villanos, como buenos o malos, como tipos rudos capaces de arreglar las cosas a puños, como gente que tiene una
dimensión colosal y brinca y salta sobre su oponente, dañándolo y haciéndole
volar con una proyección o una llave ensayada mil millones de veces hasta que se ve tan real que los que sabemos que en esas refriegas todo es
coreografía decimos y aceptamos que aquello parece real y que nos impresiona.
Ciertamente, los mohines de un luchador son tan exagerados como los de un actor de teatro o como los de alguien simulando ser lo que no
es, pero que el mismo formato le permite ser. En el mundo del pancracio la presencia
depende de una mentira aceptada por todos los involucrados. El público, los
anunciantes, los locutores, los árbitros y los mismos luchadores acuerdan un pacto según el cual todos manifiestan su fe inquebrantable en el
espectáculo, sin importar que cada uno sepa que la lucha libre es puro
simulacro. Esa convención que se trueca en fe explica, entre otras cosas, la razón por la cual los luchadores se convierten en auténticos ídolos de
multitudes. Un luchador se vuelve grande en la medida en que su técnica para
neutralizar, atacar y vencer a sus adversarios hace imperceptible el truco, el fraude implícito y acordado para que sólo florezca la violencia que todos
vemos, que todos disfrutamos y que nos hace falta sentir reflejada. Es más: esa división tan frecuente entre los luchadores
(técnicos contra rudos, buenos contra malos) encuentra su explicación en la misma idea. Un gladiador
es del bando de “los rudos” cuando se vale de todas las mañas posibles para
vencer a su rival y hacer que aflore en su acto la mera violencia sin el tamiz de las reglas que acotan el
discurso. Obviamente el encanto del pancracio se produce en el equilibrio precario de estas fuerzas en tensión,
cosa que no sucede en el boxeo, en las artes marciales o en cualquier otro deporte en el que la competencia consiste en el combate ceñido a un
reglamento.
 Santo-El Enmascarado de Plata |
Otro aspecto que también encuentra su asidero en la fe que le prodigamos a este arte violento es la caracterización de cada uno de los
personajes. La lucha libre es el reino del simulacro que todos queremos creer y creemos no
sólo porque en sus predios se escenifica una violencia física que satisface una necesidad atávica, sino también porque sus códigos visuales se solazan
en el maquillaje, el disfraz, el enmascaramiento y la acrobacia circense; todos elementos salidos de la tradición del
teatro, del carnaval y de las manifestaciones populares más hondas ante las cuales no podemos permanecer
indiferentes dados su encanto y su poder comunicativo. |
Para salir a la arena de combate el luchador, como el mago o el artista de cine, cambia su verdadero nombre y su verdadera identidad por la del
personaje que pisa el escenario y se somete a la dura tarea de prestar su cuerpo para que otros vivan una ilusión que encuentra su fachada en una
vestimenta concebida para impresionar, para gritarle a los otros que no se es un hombre normal, que se es un gigante moral ataviado para la
pelea, para ser héroe y ganarse la admiración de todos. A pesar de lo que
parezca, ese recurso no es nuevo. Los valientes soldados de las culturas antiguas se
vestían con las galas más extremas para cumplir el objetivo de asustar al contendor y minarle la autoestima a fuerza de
presencia. Esa caracterización diseñada para impresionar explica el uso que tales guerreros hacían de
trajes estrafalarios y de toda suerte de adminículos, entre los cuales podríamos contar
amuletos, escudos, cascos, estandartes y armas de distintas naturalezas. En su justa escala
(nunca en la dimensión de los samurais japoneses o de cualquier otro héroe minuciosamente ataviado para ir a la
guerra), la lucha libre hereda de los guerreros clásicos el uso del maquillaje, de la máscara y de la exageración controlada de los propios
ademanes para convertirse en algo más que una persona predispuesta a la violencia física y convertirse en una entidad gloriosa a la que nada ni
nadie pueden hacerle daño. En este sentido la máscara del propio luchador es el elemento que mejor resume esta simbólica
metamorfosis. Las máscaras hablan de ese proceso de mímesis y transformación por el que un hombre común
y corriente se transmuta en otro y se le abre la posibilidad de vivir un pedazo de vida que no es la
suya. En la lucha libre cubrirse el rostro no sólo connota esa tendencia natural; connota además la certeza de asustar al
contendor y de hacerse más fuerte presentándole una armadura natural que simula el hueso del cuerpo fuera de la propia carne.
La máscara y el disfraz, al ser los únicos elementos que marcan la presencia del
luchador, se convierten en su piel, en su estructura, en su asidero ontológico sin el cual el pancraciasta no existiría porque su
vestido marca sus señas y su propia existencia. Por eso la máscara y el disfraz se instituyen en un exoesqueleto que no sólo genera su presencia en
la arena, sino que gigantiza al gladiador, cubriéndole con una neblina de gloria y leyenda que lo hace invencible y lo asocia con la muerte
misma. La máscara es, entre otras cosas, el honor del luchador, la parte intocable que
se cuida tanto como el alma y que se teme perder en la derrota. Este es el sentido que tuvo el hecho de disfrazarse para ir al campo de batalla en
culturas que vieron en la guerra un hecho ritual de trascendencia religiosa.Â
Tal es el misterio que cargan consigo las máscaras africanas, los tatuajes faciales mahoríes y el elaborado y fastuoso vestuario de los caballeros
tigres y águilas de las guerras floridas aztecas. La identidad visual de la lucha libre es heredera directa de esta tradición porque su discurso depura
la violencia y la une a un hecho plástico que se tangibiliza en el arte mismo de la máscara decorada con los más diversos
motivos, dándole una identidad propia al personaje-luchador que no será en ningún caso un hombre
común, y menos después de haberse sometido, como los insectos, a esa metamorfosis que comienza siendo de la apariencia y termina cambiando la
personalidad.
Por otra parte, la lucha libre es un reino diseñado para exhibir las posibilidades del cuerpo
humano. Todos los deportes fueron creados, en el fondo, para poner a prueba nuestro ser hecho de carne temporal y huesos
débiles. Los luchadores también modelan su estampa para tornarla eficiente en las tareas propias de la actividad
practicada. Así, la lucha libre es una exhibición corporal en la que se muestra un catálogo de cuerpos masculinos y
femeninos mucho más variado que en otros deportes. En la lucha hay gordos, hay
flacos, hay tipos con el torso y los brazos tallados en gimnasios, mujeres
flaquitas, hombres menudos melenudos, enanos barrigones, algunos con tatuajes y el rostro
maquillado, otros con trajes ceñidos o con tangas, muñequeras, licras y objetos que acompañan las máscaras; las máscaras
siempre... Siempre las máscaras... El tema del cuerpo en la lucha libre se torna extremadamente interesante porque es diverso y porque en cierta forma
caricaturiza el afán de músculo que hay en otros deportes. En la lucha lo que importa es la exposición espectacular del cuerpo al dolor. Allí no
interesa si ese formato de carne en movimiento se define en términos de belleza o
esbeltez; interesa cómo se expone al daño, cómo lo sufre y cómo lo supera, cómo se utiliza para
agredir, para diversificarse y extender sus posibilidades en forma de contorsiones que anulan y paralizan al
enemigo, brincos y saltos mortales, gritos que horrorizan al público, sangre fingida
o real que baña la lona y exacerba el brío de la multitud. La lucha libre es un lugar donde el dolor queda definido como una exageración de la
vida... Y tanta vida mata a cualquiera...
Todo esto nos lleva a pensar que la fuerza del espectáculo de la lucha libre radica en la conjunción de sus variables visuales con esa instancia
del arte literario que consiste en diseñar personajes atractivos que tengan una historia y que lleguen a desarrollarla en el cuadrilátero. Cada luchador
es un personaje caracterizado según la historia exagerada que él mismo o que alguien ha inventado para que salga y la represente con todas sus galas en
ese espacio de ficción que es el ring. Allí, en el ensogado, aparecen los nombres más estrambóticos, los relatos más increíbles y misteriosos de
luchadores que se transforman en auténticos ídolos por sus hazañas supuestas y
reales, por su manera de lanzarse sobre el enemigo, zumbar patadas, proyectarse por los
aires, golpear y recibir con honor el triunfo o la derrota en cada combate. El nombre del personaje-luchador resume también sus
credenciales guerreras. Por tal motivo no debe extrañarnos que en el mundo del pancracio aparezcan luchadores caracterizados con nombres como El Santo,
El Tinieblas, El Caníbal, El Huracán Ramírez, La Momia Azteca, La Momia Inca, Perro
Aguayo, Blue Demon, El Enterrador, El Exótico Rosado, El Doctor Nelson, La Muerte II, Billy El
Hermoso, El Rayo de Jalisco, Hulk Hogan, El Tigrito del Ring, Owen Hart, Cavernario Galindo, Dark Búfalo, Peter El
Conde, Yocozuna, El Rapaz de Portugal, Mil Máscaras, El Dragón Chino, El Gladiador
Croata, El Patrullero 2000, Bassil Battah con su famosa pinza libanesa, El
Chiclayano, El Gran Lotario, Rencor Latino, Bret “Hitman” Hart, Astro Junior, El Tritón, Bernardino
Lamarca, El Pantera, El Arcángel, El Hijo Del Santo, Máscara Sagrada, Abismo Negro, El Galáctico, Rey
Bucanero, El Gigante González, Ludwig Borga, King Kong Bundy, Lex Lugar, El Satánico,
Tarzan Boy, Emilio Charles y pare usted de contar.
El colorido de la lucha libre, evidenciado en sus disfraces y en su capacidad
caracterizadora, varía según el lugar donde se desarrolle. Todos los luchadores asumen por mandato del espectáculo su personaje cuando suben
al ring; sin embargo esa asunción de la otredad depende de variables culturales que enriquecen de distinta manera el show. En México, por
ejemplo, el sintagma de la lucha libre hereda la riqueza icónica del pasado
azteca. La hiperbólica imaginería de esta lucha rememora a los guerreros vestidos en honor a
Quetzalcoatl, al dios sol, a la gran serpiente emplumada que funcionó como elemento unificador de toda una
cultura. A diferencia de la lucha libre mexicana, el género luchístico en los Estados Unidos presenta
una imaginería cargada con toda la perfección de la que puede hacer gala un país
desarrollado. Todos sus detalles hablan de un espectáculo hecho para entretener utilizando y mezclando datos de la iconografía cinematográfica,
del rock y de las propias utopías culturales de los norteamericanos. A diferencia de la que se da en México, esta lucha subraya hasta el
cansancio, y muy eficientemente, el campo ficcional en que se mueve, logrando que nada
se salga de sus cotas y que todo sea un show de violencia controlada que sólo se abre a las estrategias de mercadeo que utilizan la imagen de los
héroes de la lucha libre para colocarla en cajas de chicle o en muñecos destinados a los niños. Por el
contrario, la lucha mexicana, con su arraigo popular, ha creado a lo largo de los años un espectáculo cuya fuerza se
expande a otros países y a otras instancias de la cultura, generando personajes que rayan en el
delirio, dado su carácter de héroe y gloria nacional. Tal es el caso de El Santo, el más grande de los luchadores
mexicanos, cuya existencia como personaje del ring trascendió sus propios límites marcados por la lona y las
cuerdas, convirtiéndose en héroe de cine, cómics y fotonovelas. Curioso resulta observar cómo el ciudadano común le
dio su confianza y su fe a un enmascarado salido de los predios de la lucha
libre; tanto que la cultura popular hizo suya la potestad de asumir al Santo como el justiciero de los
pobres, como el hombre con características sobrehumanas capaz de reivindicar el gusto y las necesidades estéticas de
los débiles sociales. Esto trae a cuento otro de los detalles más interesantes de la lucha libre referido a quiénes son los que disfrutan de
su existencia.
Como hemos repetido varias veces, la lucha es un arte de la acrobacia, de los golpes y de la honorabilidad de la máscara cubriéndole el rostro al
luchador. A pesar del registro violento en que se manejan tales elementos, la lucha libre existe en un espacio cultural influido por una visión
infantil de la vida en la que hay buenos y malos, monstruos, superhéroes, piruetas y gamberros envueltos en una imaginería en la que todo parece de
juguete. Por eso no falta quien diga que la lucha es una versión edulcorada y para niños del
boxeo, un espectáculo real, en el que los contendores sí se parten a golpes la crisma y el alma en un cuadrilátero en el que no entran
máscaras ni pantomimas, y en cambio sólo cabe la habilidad desnuda de cada
boxeador. En este sentido la lucha libre que conocemos hoy en día es un entretenido entremés que prefigura manifestaciones de la violencia
objetivada mucho más sangrientas y discutibles (como las que aparecen en el cine, la televisión y otros ámbitos de nuestra cultura contemporánea) con
las que todo individuo se topará, aún sin querer, cada día de su vida .
Al tener la apariencia de un simulacro, la lucha libre le brinda al público la oportunidad de pensar que la violencia que está frente a sus ojos
es sólo un juego y que, por más ferocidad que vea, todo es artificio y mentira ensayada mil
veces. El encanto de la lucha es justamente no ser real y dar paso a un espacio de ficción donde caben la mitología infantil y el
regodeo en todo el excedente de información visual de la lucha libre que no es más que arte presentado en forma de máscaras,
disfraces, exageraciones, gritos, silbidos, pelucas, abucheos, furor físico, rabia
fingida, golpes y letanías de presentador oficial anunciando el nombre de los
oficiantes, cuyas acciones narrarán unos locutores encargados de añadirle emoción a
aquello que de por sí ya la tiene, sobre todo si el público está conformado por niños, por gente ingenua que cree en todo lo que ve o por tipos
que, como yo, quieren entrenarse en el arte de ver belleza donde aparentemente no
la hay.
La lucha libre es un espacio en el que vive suspendida una temporalidad inocente muy parecida a la que vivimos siendo niños. Allí perviven actitudes
de cuando creíamos que el mundo era moral y transparente sin dejar de ser un juego ni un lugar para reírse o disfrazarse en
paz. Por eso me gusta la lucha libre, porque es un universo ficticio igual al que nos construíamos
con nuestros juguetes, con nuestros amigos, con nuestras ganas de convertirnos en
otros, en héroes, en seres indestructibles que realizan sus hazañas en el lugar sin límites de nuestra imaginación.
Caracas, enero de 2000
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