RECUERDOS
Orlando Nieto Willet
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Para 1961, hace tantos años que pierdo la cuenta, estaba en Madrid. Una ciudad cosmopolita, no la inmensa de hoy. Ya tenía algún tiempo en España. Había pasado por Figueras, y en Gerona, lugar donde por cierto empieza Gironella su novela "Un millón de muertos". Siempre me impactó su relato del cementerio, de los camiones y sus recorridos nocturnos, la descripción que hace de las filas de muertos colocados uno al lado del otro. Tiempo después leo, de él mismo, que no fueron tantos los muertos, la mitad, pero el resto se envileció hasta la muerte por la indiferencia con que la trataron. En ambos bandos. Tanto los rojos como los nacionales. Cuando estuve en esos lugares, escuché relatos de primera mano sobre las esquinas donde fusilaron a alguien o un lugar donde después le aplicaron el garrote vil a otro. Cerca, a la vista está la cordillera de los Pirineos, por donde escapaban unos para huir de otros. Hay un monte de singular belleza el Canigó, tiene forma de cono. Está en dirección a la Junquera que es el lugar fronterizo con Francia.
Figueras era un pueblo con aspecto de barrio de ciudad. Al llegar en 1956, por barco al puerto de Barcelona, me impresionó el poco tráfico, carros tirados por caballos que repartían leche. La llevaban en cantaras y con una medida vendían lo que el comprador quería. La rambla, las avenidas, las grandes plazas, las obras inconclusas de Gaudí. Después entendí que una catedral como la Sagrada Familia debe tomar siglos en construirse, como en el medioevo, y que al final es un conjunto de diversos estilos, pues es casi imposible ajustarse al diseño original o evitar su evolución hacia nuevas formas.
Madrid, era y es una ciudad abierta. La Gran Vía fue testigo de caminatas interminables. De conversaciones juveniles sin mayor sentido. De efímeros romances.Â
He vuelto a Madrid en algunas ocasiones, en una Feria de San Isidro, fui con mi esposa a una corrida de toros. El primer animal hirió a toreros, peones,Â
destripó a un caballo. Fue tal el grado de sangre y violencia, que en la noche en un tablao flamenco regalamos nuestros abonos a alguien que conocimos. Un jerezano de nombre Tabalito Cano, negociante en aceitunas según decía su tarjeta. Todo un personaje. Pero pasamos un rato agradable después de esa terrible tarde de toros.
En Madrid estuve interno, igual que en Figueras. Lo terrible de los internados no es pasar los días en ellos. Es dormir, pues uno casi siempre sueña con su casa y su familia y el despertar es un momento difícil de describir. Es la toma de conciencia del lugar donde se encuentra y la certeza de que mañana estará en el mismo sitio y se repetirá la misma escena y se tendrán los mismos sentimientos.
La inconciencia de la juventud se me revela en aventuras que hoy no describiré. Son muchas. Era muy joven. Estaba allí con mis hermanos, a quienes hoy, después de tanto tiempo llamo o llaman casi todos los días. Por años tuvimos la necesidad y la obligación de protegernos unos a otros, de apoyarnos, que esas llamadas son anclajes del pasado que se niegan a irse. Es evidente, que uno no encuentra explicaciones para todas las cosas que le suceden en la vida. Pero todo tiene una razón así uno no quiera verlas, de eso se trata. Es más cómodo. En todo caso a veces menos doloroso.
Caracas, 24 de octubre de 2004

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