UN ESPIRITU AVENTURERO
Daniel Alejandro Gómez
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Sí. Nuevamente aquella sensación de tener mi cabeza cubierta por una capa de acero impenetrable. ¿Pero qué hay en la cabeza? Mientras caminaba, miraba a los chicos. Para mí, no eran más que una sucesión de cabezas. Como si las cabezas flotaran; hechas de acero y de soledad.
Mi amigo dijo de ponerme desnudo. Y, vaya curiosidad, apenas lo dijo, me sentí, sí, algo aliviado.Â
Por fin.Â
Me saqué toda la ropa.Â
-Profesor Domínguez-preguntaron en el público-, ¿por qué se pone usted desnudo?
Y claro: me sonrojé. Sí, me sonrojé. De pronto, vi las luces en la carne blanca, el estrado en el que estaba parado; toda el aula-enormemente circular: un monstruo lleno de cabezas, policéfalo, con diablos de ojos hormigueándome por todas partes del cuerpo. Así que me puse a sudar un poco, pero mi amigo, el profesor Benítez, con quien había tenido tan mordaz como interesante charla, me hizo una seña con la cabeza.
-Quería que me conocieran-balbuceé, parado ante el escritorio, frente a los papeles de mi conferencia.
Bueno, los chicos y chicas de la Universidad no hicieron nada raro, dadas las circunstancias. (La federación de estudiantes, creo, era marxista). De pronto, ¡vaya sorpresa!, vi que algunos comenzaron a tomar apuntes.
-¿Cómo ve usted a su cuerpo?-preguntaron desde atrás, en los últimos bancos.
Mis palpitaciones estaban normales. Dije:
-Tengo dos cuerpos: uno con ropa y otro sin ropa. Lo opaco y lo transparente.
Me senté. El monstruo movió todas sus manos y músculos, y apuntó cosas en sus papeles. Me pareció sentir el rasgueo de las palabras en éstos.
Primero revisé mis apuntes. Eché una mirada al profesor Benítez. ¿Por qué no te ponés vos en bolas?, le había preguntado.Â
¿Por qué los jefes no van en punta en la batalla?
Nada pude contestar a ello. Además, el artículo lo habíamos escrito juntos: pero la idea era de él.Â
Una idea de la cual yo estaba convencido.
-Hemos escrito… Ejem… Hemos escrito, el profesor Benítez y yo…, un artículo…
Nadie tomaba ya apuntes.
-Trata sobre esto.
Con mi mano, señalé mi cuerpo. Para mayor contundencia, volví a pararme. Luego me puse frente al escritorio del estrado: todos podían verme, transparente:Â
Íntegro.
-La comunicación humana es compleja. Vivimos constantemente en contacto. ¿Pero es ello comunicación? ¿Qué es la comunicación sino una…especie de unión?
Los chicos anotaban. Las chicas no.
-No me refiero a la carnal… Por lo menos, no sólo a ella. Ejem.Â
Ahora el sudor se había secado: sentía mucho frío. Estaba tenso; mis mandíbulas parecían como de mármol.
-Comunicarnos es conocernos, aunque sea en alguna cuestión. En cualquier minucia. Un acto de comunicación es un acto de conocimiento interpersonal.
Bajé la cabeza.Â
-Charlamos, reímos, nos miramos, escribimos cartas, chateamos…: estamos en contacto. ¿Pero es el contacto la comunicación? ¿Podría ser el sexo el conocimiento del amor? ¿Sólo el sexo?
Bueno, de veras que estaba haciendo el ridículo. Mis palabras eran muy engoladas; y yo ahí: en pelota, y ni libre.Â
-Ejem, ejem….
-¿Usted quiere comunicarse con nosotros?
-Bueno-comencé, otra vez-, yo tengo una posición. Un lugar donde comparto y enseño muchas veces mis opiniones. Yo veo sus cabezas: ¿pero en dónde está el alma?...
Alguien se rió. Otros lo acompañaron.
-El alma-repetí, pero nadie volvió a reírse-.Â
Acaso-proseguí-estamos cubiertos de acero. En el artículo, que sabe Dios si alguna vez leerán, Benítez y yo hablamos de la desnudez. ¿No podría verse el alma en la desnudez?
Risas. El sudor me chorreaba. Me llegó a los ojos, tibio: parecía mis lágrimas.
-Les estoy hablando, pero no deben escuchar. El silencio es bueno para ver. La belleza se contempla, también el alma. No debemos…ejem…, no debemos contemplar los aceros. Las armaduras.Â
Las máscaras.
Más risas. Benítez no estaba en su sitio. Me moví hacia la puerta. No pude resistir taparme los genitales con la mano derecha. El monstruo, para mi sorpresa, rasgueó otra vez sobre los papeles:Â
¡Policéfalo!Â
Me detuve. Los estudié bien. Había una chica a la que cargaban: le decían “cabeza”.Â
Menudo cráneo tenía, además de inteligencia.
-¡¡Basta, basta!!-gritaba la chica.Â
El profesor Benítez me cubrió con una manta. Nuestros ayudantes comenzaron a repartir las copias de nuestro artículo. Pero la chica seguía allí, ahora de pie, toda colorada.Â
Algunos murmuraban que todos nos habíamos vuelto locos. Yo me acerqué a la chica; ambos nos quedamos quietos. Parecía que el tiempo, durante toda su historia, había estado así de quieto. La idea me era muy extraña. Mis dedos cruzaron varias ideas, delirios, libros…, y le toqué la cabeza; entre los cabellos.Â
-Lo sé, lo sé…-me murmuraba, dando melodía a nuestro silencio.
Durante mucho tiempo pensé si entonces había tenido ganas de llorar. Lo cierto es que me puse a pensar qué había sentido. No había sentido que ella fuera impermeable. Nadie me pareció inaccesible entonces. Acaso las almas podían verse.Â
(Por alguna razón, ello no me pareció suficiente).
Algunas autoridades de la facultad aparecieron y me llevaron a la fuerza, entre las protestas inútiles de mi amigo, el profesor Benítez. Incluso de nuestros indecisos ayudantes. Por más marxistas que fueran, el aula nos despidió con una carcajada.Â
Y hasta yo, en fin, pude sentirme un poco más normal.
Pero Benítez estaba exultante. Ni siquiera me preguntó por mi ropa. Salimos fuera, yo con una manta por todo agregado, y hacía mucho frío.
-¡¡Éxito total!!-me decía-¡¡Han reaccionado en el alumnado!! Ah, sí que ha sido una experiencia muy buena. Esa chica, cómo la tocaste…
-¿El contacto?
-La comunicación. No era de acero, ya ves.
Caminaba con triste lentitud. Benítez me tomaba del brazo.
-Te acompaño al departamento. Estoy tan emocionado…, je, …¡ni siquiera te permití vestirte en la facultad!Â
Entramos. Me saqué la manta. Mientras Benítez tomaba un trago en la sala, yo me quedé en la cocina; desnudo: contemplando Buenos Aires.Â
Mis dedos tocaban el vidrio de la ventana. Afuera había un jolgorio de humo, motores, plástico y cemento. Yo podía ver, sin embargo, a la ciudad. ¡No podía tocarla, pero sí verla!Â
Estaba desnudo, delante del vidrio. Los autos y las personas pasaban, corrían. Podía verlos perfectamente…, si ello era lo que quería.
Mi cabeza sentía una extraña opresión…Â
¿Qué era? Había podido ver a esa chica. La había contactado. Y algo me había impedido, sin embargo, llegar a su alma. Y no era ella, no.Â
Y tenía frío; frío tras del acero que yo me había decretado.
 Â
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