TARDE DE OTOÑO

Ignacio Terzano

I

El precario bastón de madera se adelanta prestándose para aguantar el delgado cuerpo del hombre mientras éste traza un nuevo paso.  Lenta y pesadamente como el viejo casco de un barco que es desafiado  por el impetuoso viento que se eleva desde la proa, arremolinando insaciablemente la vela mayor que se confunde entre las grises nubes de otoño, el viejo, en la monotonía de un recorrido que realizó toda su vida, deja entrever una particularidad en el iris de sus ojos saltones y en el modo de andar.  Sus largas piernas olvidan en su pisar, ochenta y dos años de una interminable soledad, acompasado por el crujir de las bastas hojas secas desparramadas por la desamparada vereda, que sin más, representan, el correr de la vida, el cierre de un ciclo.

Sus ojos parecen buscar consuelo en los pelados y delgados árboles que se imponen a lo largo de la angosta calle y claman por su juventud y esencia que reside en aquellas hojas; inalcanzables; infinitamente cerca e infinitamente lejos; esclavos del tiempo que decide su suerte.

Una pequeña y descuidada escalera procede a encontrarse con el viejo cuando éste dobla en la esquina. El hombre se gira cuidadosamente hacia ella, y, como alguien que contempla los últimos segundos de su vida, inhala una enorme bocanada de aire y toma fuertemente la oxidada baranda de hierro que escolta a tres escalones cubiertos de hojas. Aquella dichosa baranda que tantos años se mantuvo limpia y pulida resaltando su más negro color, aquella merecedora de múltiples complementos; aquella olvidada y oxidada.

Sus desgastados zapatos de cuero se desplazan con la inercia de un movimiento ya familiar y característico apoyando bruscamente la totalidad de los mismos; ayudado por su tercer y artificial miembro logra arribar al llano que presenta una enorme puerta de madera. El viejo extiende su delicado y tembloroso brazo, seguido por su dedo índice, oprimiendo un antiguo timbre ubicado sobre el marco izquierdo del portal. 

El silencio abrumador que invita a la melancolía sucumbe ante el agudo e irregular sonido del timbre que retumba en los oscuros y polvorientos rincones de la enorme sala de recepción. El eco, que, con una acústica característica de una casa de tales dimensiones se expande hacia los distintos y deshabitados habitáculos de la enorme casa, arribando con suavidad a un pequeño y recóndito cuarto situado en la segunda planta de la casona, repercute en el profundo sueño del único habitante: una gallina, que, abruptamente, se desprende de la densa oscuridad de la habitación, emitiendo un particular y característico sonido, y baja precipitadamente, como puede, por las empinadas escaleras.

El timbre suena nuevamente, cuando una brusca maniobra para abrir la puerta sucede a la concluyente abertura de la misma. Una luz diáfana ingresa por dicha abertura describiendo una importante concentración de polvo que desfila por los aires.

El palo de madera no tarda en ingresar, con torpeza, en el salón; el viejo a continuación, completa la traslación de su débil ser cerrando la puerta por detrás.

La oscuridad vuelve a ser protagonista; un débil rayo de luz alcanza a filtrarse por una pequeña ventana impuesta sobre la parte superior de la escalera que se extiende en forma de espiral, uniendo la planta baja con una segunda cuyo piso muestra obscenos agujeros en la madera que limita su exuberante altitud.

El anciano intenta ubicar sobre el costado de la puerta, el interruptor de luz que suele encontrarse allí; su mano lo percibe y procede a mover la correspondiente palanca hacia arriba pero la función contradice su voluntad.  Enseguida, voltea su cuerpo nuevamente hacia la puerta y abre la misma para permitir el ingreso de luz; junto con ella, el viento re vuela las hojas que se adentran con violencia, en la vivienda.   

El viejo entonces evalúa los parámetros de dicha construcción y emprende un lento caminar que se enfatiza con el fuerte ruido de la vieja madera de roble que resuena con firmeza ante cada progresivo paso que lo conduce frontalmente hacia un oscuro pasillo.

El viento descubre un montón de blancas plumas que danzan en el corazón de un remolino que nace al pie de la escalera.

El hombre se interna en la tenebrosa profundidad de aquel pasillo que presenta un escenario truculento, digno de toda resignación de quien intente enfrentarlo. El eco crujiente de la madera comienza a debilitarse, al tiempo en que una pequeña puerta en el preciso fondo del corredor se abre y el anciano entra en el cuarto constituyente; una fuerte corriente de viento cierra violentamente la puerta a sus espaldas.

II

Aquel frío seco de otoño comienza a anidarse en las entrañas de la casa.

Ya por entonces, el lobbie de la misma permanece sumergido bajo un denso colchón de hojas de distintos colores que fueron forjadas por el viento.

Una cara juvenil se asoma por la puerta y luego, aún más; el cuerpo de un niño de unos diez años de edad, intrigado por aquel clima de desolación y abandono, cruza el umbral del portón.

El joven ubica ambas manos en forma cónica sobre los extremos de su pequeña boca y grita por la presencia de alguien que cele por la casa. Su pregunta no es correspondida y el chico, curioso, decide ganar una mínima porción más de terreno. Sus pequeñas piernas se pierden debajo de las hojas, con destreza, logra arribar a la escalera. Toma la baranda y comienza a subir, escalón por escalón, muy lentamente, como si la casa estuviera habitada por veinte personas, y estas mismas veinte personas lo estuvieran observando.

El crujido de la madera es realmente fuerte, y el niño, ante la posibilidad de perturbar la paz del dueño de la propiedad, sube de a dos escalones por vez. Finalmente el ruido calla y junto con él, el muchacho pisa firmemente el piso de la segunda planta. Esta vez, por temor a su seguridad, decide hacer unas palmas; una vez más, el silencio ratifica el deseo de aquel “intruso” que libre de perjuicios, grita de emoción.

La escalera desemboca en una pequeña sala que se ve alterada por dos pasillos que se abren sobre la izquierda y la derecha, enfrentándose.

El joven gira su cabeza hacia ambos lados en busca de una primaria dirección para incursionar.  Su boca libera el vaho invernal que ejemplifica el crudo frío que se aproximaba junto con la temprana noche de otoño. Gira entonces su cuerpo hacia la derecha y se detiene sorprendido; la derecha parece ser su destino a seguir.

El chico, con una mirada particular en su rostro, se adentra levemente en el pasillo y se detiene delante de una puerta. Éste agacha la cabeza y se inclina hacia abajo, extiende su mano sobre el piso y pasa los dedos sobre un pequeño charco que se filtra por debajo de la puerta. Retoma su posición inicial y descubre en su mano, una mancha roja. Asustado, pone el brazo sobre la puerta y prosigue a abrirla lentamente.

El horror de aquella imagen hizo que el muchacho se marchara corriendo, y, a medida en que descendía por las escaleras, atravesaba la inmensa sala de recepción cubierta de hojas, cruzaba el umbral y corría con desesperación por la calle, la imagen volvía en él y retomaba su consciencia provocándole un severo llanto.

III

Mucha sangre.   La roja e impresionante sustancia yace desparramada por doquier: en el espejo , la bacha, en las blancas baldosas de la pared y en el suelo de forma abundante.  La bañadera se encuentra llena de agua con sangre, dándole una coloración rojiza que se impone ante el entrecortado ruido de la canilla que gotea y el bastón de madera que se recuesta sobre la pared.

IV

La puerta situada en el fondo del oscuro pasillo de la planta baja, se abre bruscamente, el viejo parece marchar con cierta diligencia, algo perece brillar notablemente en su mano derecha dando destellos que se debilitan a medida en que el anciano se descubre ante el rayo de luz del salón que se estrella en su rostro. Su mano carga un filoso cuchillo.

Emprende pues, ayudado por el bastón, su marcha ascendente por las escaleras que recrean toda una melodía de tonos cuando el delgado cuerpo del hombre se apoya sobre un escalón. Enseguida, su enfocada concentración requerida para subir treinta escalones se ve interrumpida por un ave cuya ala se ve atrapada entre un par de sucesivas barandillas que constituyen la baranda. El anciano se frena sorprendido y contempla con una magnitud demoledora, la solemne gallina. Con delicadeza, deja el bastón a un lado, se inclina hacia la gallina y remueve el  ala de la tortura que le causaba el dolor. Toma nuevamente el palo de madera, y, con la gallina maltrecha entre brazos, pero muy inquieta, continúa subiendo la antigua escalera.

Su estómago vacío se retuerce, el aire ocupa mas lugar de lo que sus órganos lo hacen, su hambre es voraz y sin preferencia alguna.

El agotado y devastado hombre logra arribar al segundo nivel. La gallina cae de sus brazos y comienza a emitir su característico sonido, él, mientras tanto, toma aire como para vivir una día más, un día más que se volvería un hecho recurrente sí su maltratado estómago recibiera una pronta bonificación.

Sus desgarradores ojos parecen no desprenderse de los tiernos y pequeños ojos de la gallina que permanece extrañamente quieta, como pudiendo vislumbrar su futuro porvenir que la depara de una mayor suerte.

V  

El cuchillo es enterrado hondamente en el pecho de la gallina; la sangre emana violentamente del interior del ave salpicando el rostro del hombre que no se priva de toda satisfacción que el acto le pueda brindar.

El agua corre, llenando la bañadera.

Una torpe maniobra con el cuchillo logra cortar su dedo anular.

El anciano detiene un instante su brutal masacre, ubica a la moribunda gallina sobre el piso, y sumerge su brazo en la bañadera con agua. La sangre se desprende de su dedo con mucha ligereza tiñendo el agua de rojo, éste lo extrae rápidamente del agua y se toma la molestia de apagar las canillas.

Cuando lo hubo hecho, la gallina despertó y con las últimas fuerzas pendientes intentó, inútilmente, escapar de las mandíbulas del hombre, quien, desesperado, tomó el cuchillo nuevamente, la rebanó en posibles fetas, las limpió en el agua de la bañadera y se comió al animal crudo. Su estómago agradecido.

VI

La puerta del baño se abre lentamente y la cara de un niño asoma. Con terror, el mismo pega un grito y se esfuma por detrás.

Huellas del episodio de un hambre extremo, extremo de un odio reprimido, desparramado con sutileza sobre la criatura, se extienden a lo largo del pasillo. Unas muchas manchas de sangre parten desde la puerta del baño, y, una tras otra, hacia la derecha, arriban a una puerta que permanece cerrada; en su frente, dígitos impresos con la misma se muestran imponentemente.

En el interior, un hombre muy mayor, con su rostro cubierto de sangre, descansa sobre una enorme cama impregnada en polvo y cierta coloración roja que corre por su espalda.

Descansa del olvido, del tormento, de una mísera vida que le trajo infortunios, de una ira que se alimentaba día a día, pensando en lo que fue y en lo que pudo haber sido.

Sobre su mano derecha se recuesta la foto desgastada de un hombre joven, con lo que podría ser su familia, y un criadero de gallinas que se pierde en un hermoso atardecer.

 

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