Cuando la especie humana entendió que para vivir en sociedad debía
regular sus apetitos fisiológicos, comenzó un proceso represor de energías que trajo
como consecuencia la instauración de ciertos espacios culturales que permitían
liberar esas fuerzas escondidas en lo más oscuro de nuestro ser. Tales instancias
fueron desde siempre el arte y el espectáculo.
Hasta mediados del siglo XX la energía reprimida más importante era la sexual,
seguida por la tendencia que todos sentimos hacia la violencia. Con el paso
del tiempo esos apetitos reprimidos salieron a flote en forma de manifestaciones
de la más diversa índole: dibujo, pintura, escultura, música, cuento,
novela, teatro, poesía, danza, deportes, ritos religiosos y quién sabe cuántas actividades
más. Lo cierto es que todas esas manifestaciones culturales cargaron consigo
durante mucho tiempo la responsabilidad de hablar elusivamente de todo aquello
que no se podía mostrar: sexo y violencia. Toda referencia directa a esas dos
instancias se consideraba un excedente de la propia cultura, y por tanto la
presencia misma del mal, de la locura y de lo que atenta contra el propio orden
de la especie.Â
Resulta interesante observar que mientras más reprimidas son las energías naturales que mueven a los humanos, más interesante se tornan las manifestaciones
encargadas de representarlas. Antes, cuando la sexualidad era asunto de tapujos,Â
pecados y oscuridades, las bellas artes se encargaron de producir el efecto
de sublimación de la sensualidad que tanta falta le hacía al público. Por eso
la pintura y la escultura tradicionales están llenas de desnudos, de cuerpos
ideales y de texturas que simulan pieles mullidas, tipos perfectos y modelos
de placer infinito. En estas obras de arte la representación se encuentra diseñada
para objetivar no el deseo sexual, sino la necesidad de hablar de ese
deseo, y como de eso no se hablaba directamente y llamando a las cosas por su
nombre, había que generar un sistema elusivo que representara lo sexual sin que fuese
evidente. Eso trajo como consecuencia el desarrollo extremo de las artes como
portadoras de un conjunto de información sensible, sensual y hasta sexual que
se convirtió en la bandera iconográfica de Occidente.

   Raspunsel, autor:
Ignacio Basauri |
En otras palabras, los desnudos pictóricos y escultóricos de Miguél Ángel,Â
la Venus frente al espejo de Velásquez, La Maja desnuda de Goya, las divinas
celulíticas de Rubens, las distinguidas damas de Boucher, las Bañistas de
Ingres, la Olympia de Manet, las bailarinas de Degas y las Lolitas de Balthus fueron
obras hechas para satisfacer, de alguna manera, la lujuria curiosa del
público. |
Sin embargo, estas circunstancias no permanecieron inmutables. Con el paso del tiempo hemos visto que el discurso sexual se ha vuelto corriente, tan corriente
que se ha trocado en asunto trivial del que todo el mundo habla,
aparentemente, con libertad. El haber hecho público un tema que antes era del dominio privado
produjo un debilitamiento progresivo de la estructura que lo reprimía hasta
convertirla en un hecho ridículo. De no hablar del asunto llegamos a vernos
invadidos de sexo y erotismo evidente; de no poder siquiera mencionar el tópico,
pasamos a ver genitales por todas partes y a convivir a diario con la pornografía.Â
He ahí una de las razones del aparente vacío que rodea al arte en nuestra época:Â
si ya no hay que representar las cosas elusivamente, ¿qué sentido tiene mantener
el espacio donde se sublimaba esa representación? Ninguno. Al menos no tiene
sentido mantenerlo con las cotas y premisas del pasado.Â
Otra de las consecuencias que trajo consigo el desgaste de la represión sexual
fue la consolidación de la violencia como energía a controlar y a reprimir.Â
Basta con mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de que existe una tendenciaÂ
cada vez más marcada a asumir que lo violento es el espacio cultural con mayorÂ
número de manifestaciones diseñadas para generar un efecto catártico en el público.
La violencia es una condición natural en casi todos los seres vivos; sin embargo,Â
en el caso humano, esa tendencia está definida por una regulación impuesta enÂ
las bases de todo contrato social. De allí que nadie pueda, idealmente, matar,
golpear, maltratar, depredar o insultar a nadie. La violencia real queda proscrita
porque atenta contra el orden de la sociedad, convirtiéndola en un reducto silvestre
donde las reglas tienen más que ver con el hecho atávico de la supervivencia
que con un proyecto racional. Esto supone la represión de lo violento en función
de garantizar una vida organizada por leyes e instituciones. Sin embargo resulta
obligatorio observar que por mucho que se desee, y por buenas que sean las intenciones,
es imposible contener una fuerza natural. Todo lo que se le opone a la naturaleza
tiende a regirse por equilibrios muy precarios, y hoy, cuando miles de razones
atentan contra la estabilidad de los contratos sociales, es fácil ver que la
vida regida por reglas de convivencia ciudadana se encuentra amenazada por la
fuerza expansiva de una barbarie que brota como un magma hecho de anarquía.
Basta con otear fugazmente nuestro entorno para darnos cuenta del proceso de degradación en el que estamos inmersos y del que somos partícipes. Basta
con observar los muertos que deja un tiroteo en la puerta de un banco o la violencia
de un boxeador arrancándole a otro la oreja de un mordisco para entender que
vivimos un momento histérico en el que la lógica cívica necesita refuerzos que
generen más represión, más factores que diluyan la aplastante inercia de la
barbarie. Ese es un proceso que se ha venido acentuando con los años y que cada
vez nos lleva a manifestaciones culturales más extremas que se caracterizan
por elementos que alguna vez fueron excedentes de la cultura y que hoy son asumidos
como variables necesarias del sistema. Me refiero a todos esos medios que trabajan
desde la violencia, solazándose en ella y objetivándola para que sepamos de
su existencia y la experimentemos de un modo que no cause daño. De ahí la proliferación
de noticieros amarillistas, de películas repletas de disparos, explosiones,
golpes y ofensas verbales que llegan a ocupar los espacios estelares de la televisión
y del cine, entreteniendo a grandes y chicos. Lo mismo sucede con la exacerbación
de sangre, muerte y locura ficticias que se da en los juegos de video, en el
rock, en la estética sadomasoquista de los piercings, en las drogas y en toda
manifestación cultural propia de esta época.
Si antes, cuando la energía sexual era reprimida por la sociedad a través de la religión y de la censura moral, el lenguaje para decir las cosas era el
del arte, hoy, cuando la fuerza que se intenta reprimir es la violencia, el
lenguaje para comunicarse es el del espectáculo, y ese lenguaje, aunque no parezca,
es muy complejo porque se vincula con variables que se mueven en el pantano
de la sensibilidad y de las carencias que como seres humanos todos cargamos
en las espaldas.
El espectáculo nace cuando alguien muestra frente a otros un talento, una habilidad o una rareza. En ese acto hay una fuerza que se convierte en pacto
entre actante y espectador: yo te miro, tú me entretienes. Yo te miro y te oigo,
mientras tú haces que yo crea en ti, que te admire y que quiera ser tú. Si no
lo cumples o no satisfaces mis expectativas, prepárate porque yo soy una jauría
de lenguas furiosas dispuesta a destazarte, a morderte, a quitarte la piel a
tiras hasta que no quede nada de ti.
En la ética del espectáculo existe un convenio entre el actuante y el espectador,
según el cual uno no tiene sentido sin el otro. El espectáculo existe en tanto
hay un público que es receptor y consumidor del show. Allí, a diferencia del
mundo del arte, no se aceptan los experimentos. En el espectáculo el público
tiene derecho a reclamar y a decir lo que le venga en gana porque, a la hora
de la verdad, en sus predios no existen ni importan los análisis demasiado sesudosÂ
ni las parrafadas incomprensibles de críticos y estudiosos. El espectador siente
que le basta con su propia imaginería para decodificar el mensaje del acto observado. |

Firebird, autor: Miguel
Cerejido |
 Las consecuencias de tales premisas se cifran en la identificación delirante
del espectador con ciertos y determinados espectáculos y con el deseo de "vivirÂ
en un show", de ser él mismo objeto de la observación de los demás.
Como nos sentimos tan identificados con los héroes de nuestras películas o de nuestros video-juegos, creemos que podemos emularlos, que podemos ser como
ellos, que podemos copiar sus poses al fumar, al hablar, al intercambiar bofetones
y patadas con un enemigo...
El mundo del espectáculo está tan dentro de nosotros que queremos vivir una
historia digna del cine, y por eso buscamos subterfugios para lograrlo: vamos
a discotecas donde podemos vestirnos y bailar como nos plazca; conducimos nuestro
auto a altísimas velocidades con el equipo de sonido a todo volumen; estimulamos
el espejismo de espectacularidad que nos hemos construido con Éxtasis, Prozac,
Lexotanil, Buscapina, marihuana, cocaína, heroína, vodka, whisky, ron, tequila
y quién sabe cuántos estimulantes o depresores más; hablamos de habernos refocilado
con las mujeres más guapas o con los tipos más bellos y nos construimos a nosotros
mismos una imagen de leyenda que esconde el aburrimiento real y la inestabilidad
en todos los terrenos de la vida que llevamos. Nuestra época encuentra belleza
en la locura, en la rabia, en la escatología, en la velocidad, en lo frenético Â
y en todo lo que antes era excedente cultural no sólo porque con ello estemosÂ
sublimando la tendencia natural que sentimos hacia la violencia reprimida, sinoÂ
porque así la gente le está dando rienda suelta a su deseo de protagonizar algo
y olvidar su propio fracaso. Lo temible es que esa protagonización se basa en
amplificar las propias debilidades, las malas pasiones, los excesos y las carencias
que nos convierten en lisiados morales, en débiles de espíritu y en presas fáciles
para las adicciones y el descontrol.Â
Consideraciones aparte, lo delicado del asunto es que vivimos en un mundoÂ
donde las fronteras entre la violencia real y la violencia ficticia son cada
vez más tenues. Todos los días hay más y más locos armados;Â de la edad
que sean; matando gente a la manera de los video-juegos y cada día hay más locos creyéndose terroristas o mafiosos de película. Vivimos rodeados de
una violencia latente a la que percibimos como fenómeno abstracto sólo hasta
que nos toca y nos mutila la felicidad. Los medios de comunicación exacerban
el espectáculo de la violencia no sólo porque la gente lo necesita para sublimar
deseos reprimidos, sino porque su presencia perenne en la ficción nos ayuda
a sobrellevar el peso tan importante que tiene en nuestra vida real, logrando
que una golpiza en medio de la calle, un asesinato, un ataque terrorista o un
asalto nos parezcan "normales".
Lo violento se encuentra en el ambiente, flotando, pareciendo normal, manifestándose
en formas cada vez más horribles y conmovedoras, asustándonos, haciéndonos vivir
encerrados y con miedo, un miedo impotente que nos vuelve paranoicos, que nos
hace ver una realidad retorcida en la que el mal aparece desbordado y sin control,
como si la vida no tuviera otras caras menos viles.
Vivimos una época en la que nadie tiene el monopolio de la violencia. Más bien su poder corrosivo se encuentra diseminado por todas partes, en cada hogar
y en cada hombre. Hoy cualquier parroquiano puede adquirir legal o ilegalmente
una pistola 9mm. o una escopeta y asumir que la vida propia y la de los demás
no valen nada, sobre todo si se piensa, como parece ser normal en estos días,
que todo lo que tenga que ver con armas se encuentra en un terreno más cercano
a la ficción que a cualquier otra cosa, y así, en un parpadeo, nos encontramos
frente a niños disparándoles a sus compañeros en la escuela o frente a unos
tipos que se montan en tu carro, te secuestran, te roban y te dejan desnudo
como un idiota, si tienes suerte...
Resulta espantoso pensar que las situaciones violentas reales que con cierto pudor hemos nombrado formen parte de nuestra vida cotidiana. Sin embargo, resultaÂ
aún más aterrador entender que ellas ocurren en un instante histórico en elÂ
que la violencia es un espacio todavía reprimido por la cultura. Si eso es así
en este momento, ¿cómo será en el futuro? Seguramente será peor. El mundo luciráÂ
convertido en una pesadilla de barbarie donde no habrá video-juegos que palienÂ
la situación y que sirvan de ungüento para un alma deseosa de saber cómo son
la sangre real, el dolor real, el sufrimiento real y el derramamiento real de
adrenalina real en un mundo cada vez más real. Por el contrario, viviremos en
la vida de todos los días, y cada vez con mayor fuerza, una existencia repleta
de eventos parecidos a los que ocurren en los espacios de ficción. Viviremos
situaciones exageradas y casi de película. Viviremos la muerte presentada en
miles de formas horribles:  guerras,  hambrunas,Â
maltratos familiares, pobladas, niños de la calle, pedofilia, pornografía violenta,Â
sadismo, guerrillas, asesinatos en serie, golpizas a placer, Â
atracos, hurtos, canibalismo, linchamientos, mutilaciones, violaciones, brutalidad policial, genocidios, enfrentamientos entre bandas,Â
narcotráfico, humillaciones, contrabando, terrorismo, cárceles inmundas, miseriaÂ
y más miseria por todas partes... Si estos ejemplos les parecen exageraciones,Â
recuerden el ataque terrorista a las torres del World Trade Center el 11 de
septiembre de 2001, en Nueva York.
Lo único que nos quedará para oponernos a una vida así serán, seguramente,Â
el amor familiar y el humor agrio de la buena comedia. No faltará quien se aferreÂ
a las manifestaciones de la baratija esotérica y a todo ánimo que subraye elÂ
fracaso de construir una sociedad, una civilización, una cultura, un proyectoÂ
de vida racional. En fin: que dejaremos de ser Humanos y nos convertiremos enÂ
bárbaros y viviremos con miedo siempre.
Caracas, agosto de 2002
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