EL
SILENCIO AMOBLADO DE SIRENAS Carlos Yusti En una etapa de mi vida me refugié en el
silencio. Estaba convencido que mi terreno no era la escritura. Todavía hoy no
estoy convencido del todo. Pero en esa etapa juvenil de mi existencia estaba
frustrado. El horizonte de la literatura para mí no era una línea, sino una
gran mancha informe. Comprobé, en el abismo de mis dieciséis años, que
escribiendo no obtendría jamás oficio ni beneficio. Además aquella frase de
Quevedo me agujereaba de manera risueña el animo: “El que escribe para comer,
ni come ni escribe”. Por esos días ya había publicado algunos artículos
y uno que otro cuento en algún periódico. También participaba con otros come
flores en un grupo literario y ya habíamos editado el primer número de nuestra
revista. Un buen día, ante el acoso familiar y ante la burla descarnada de
parientes o amigos, decidí guardar mi máquina portátil. Dejar de lado la
vagancia y la bohemia literaria. Hice mutis. Busqué un trabajo infame y durante
tres años me entregue al silencio de las sirenas, por aquello que escribió
Kafka: “Sin embargo, las sirenas poseen un arma mucho más terrible que el
canto: su silencio. No sucedió en realidad, pero es probable que alguien se
hubiera salvado alguna vez de sus cantos, aunque nunca de su silencio. Ningún
sentimiento terreno puede equipararse a la vanidad de haberlas vencido mediante
las propias fuerzas. En efecto, las terribles seductoras no cantaron cuando pasó
Ulises; tal vez porque el espectáculo de felicidad en el rostro de Ulises, quién
sólo pensaba en ceras y cadenas les hizo olvidar toda canción. Ulises (para
expresarlo de alguna manera) no oyó el silencio. Estaba convencido que ellas
cantaban y que sólo él se hallaba a salvo”.
Para los escribas del Egipto milenario las
palabras poseían un poder mágico. Los escribas eran una casta temida y el uso
de la palabra, como instrumento sobre la vida y la muerte, les permitió tener
privilegios. Los filósofos griegos quizá fueron los primeros que tuvieron
perfecta noción del peso de las palabras en la construcción de las ideas. Para
ellos el poder de las palabras ya no tenía sentido mágico-religioso, sino un
sentido intelectual de primer orden. Para ellos las palabras ordenadas en un
discurso daban coherencia al mundo, lo dotaban de cierto orden intelectual que
permitía darle viabilidad al mundo de las ideas. El legado de los griegos llegó
a las playas de la Edad Media. No es casual que sea en esta etapa donde se den
los pasos decisivos para la creación de los monasterios, las bibliotecas y las
universidades. El cristianismo como nueva filosofía espiritual, y como proyecto
de vida, necesitaba convertirse en una propuesta con una estructura intelectiva
de peso y vigor. Para ello requería pasar todos los temores, los anhelos y los
deseos humanos por el tamiz del lenguaje. De manera certera Steiner afirma que
la literatura, la teología, la filosofía, el derecho son sólo empresas del
intelecto que buscaban encerrar, dentro de los limites del discurso formal, la
experiencia humana, su pasado y sus perspectivas futuras. La historia bíblica de la Torre de Babel no es,
como escribe Emilio Lledó, el lenguaje ni los temas de la confusión, sino la
del esfuerzo inútil; el símbolo de la soberbia convertida en una empresa
irracional. Los hombres que construyen la torre lo hacen sobre la base de
entenderse unos a otros y de unificar los criterios y propósitos de la
construcción, pero de pronto no logran comprenderse entre sí y el caos se
desata. Los hombres han perdido aquello que los convertía en uno. Ya no hay un
lenguaje que los unifique. Desilusionados abandonan la construcción y se alejan
rumiando palabras que se pierden en el viento. El cuento de Borges “La
biblioteca de Babel” es también la metáfora de una empresa inútil: una gran
biblioteca contentiva de todos los libros. La biblioteca diseñada por Borges,
con sus innumerables pasillos y anaqueles, no es otra cosa que el Universo; ese
Universo desparramado y abierto como un gran libro. Toda la creación humana no
es más que un tomo de ese libro vasto e infinito. Cualquier tarea del hombre
pasa por el lenguaje y se convierte en un símbolo más de ese inmenso/intenso
alfabeto donde está escrito su pasado, su presente y su devenir. Poseído por las palabras el hombre se pierde, o
se encuentra, irremediablemente. Además sabe que el silencio es siempre una
elección. Hoy el escritor(y todo aquel que manipule las palabras como
instrumentos de comunicación) sabe que la palabra ha perdido su mágica
capacidad transformadora. No obstante la literatura es siempre la coyuntura para
darle renovada vitalidad a las palabras. Creo, como Ionesco, que para aquellas
experiencias dolorosas, profundas, que hacen fisuras y rendijas en el alma, no
hay palabras. A veces tratamos de escuchar nuestro propio clamor, de escuchar
ese poema desgarrado del universo latiendo en nuestras heridas, pero en muchos
casos todo esfuerzo es infructuoso. Ya Octavio Paz lo había escrito: “El único
ser que oye (o creer oír) el poema del universo, no se oye en ese poema—salvo
como silencio”. Se ha escrito que una civilización donde la
palabra lo es todo es malsana. Hablamos y escribimos demasiado. Demasiadas
trivialidades, disfrazadas de erudición, nos bombardean a diario. La ligereza
de los discursos académicos y políticos todo lo infecta. Las frases hechas y
los tópicos nos cercan. De ese terreno oscuro, donde la palabra se torna una
falsa certeza, tratamos de escapar sacándole luz a las palabras de siempre. De
la vivacidad y nervio de las palabras depende nuestra existencia. Lo escrito por
Emilio Lledó es exacto: “Vivir es poder hablar, poder utilizar la palabra
como apertura hacia horizontes nuevos, poder desgarrar el velo de la estupidez
colectiva con el que distintos grupos sociales tiñen el lenguaje”. |
Â
|