Juan Bengolea Cano, “Canito” para sus amigos, sale del
Jockey Club de Buenos Aires y se encamina hacia el Plaza Hotel para participar
en el almuerzo semanal del Rotary. El portero le despide con el ceremonioso y
habitual “hasta luego doctor”, que él responde con una deferente inclinación de
cabeza. Viste un elegante terno gris con rayas muy finas y claras, impecable
camisa de hilo (una de las que le envían sus camiseros de Jeremy Street desde
Londres, de su exacta medida y con sus iniciales bordadas), corbata de seda
natural roja y azul - obviamente francesa – complementada con un pañuelo
armonizando con aquellos colores y que asoma sin timidez del bolsillo superior
de su chaqueta, zapatos negros de Gucci, y un abrigo de pelo de camello que
dobla sobre su brazo porque ya ha menguado el frío inicial de la mañana. Repasa
los puños de la camisa de modo tal que los delicados gemelos de oro y
lapislázuli sobresalgan apenas de la bocamanga del traje, y parte con andar
mesurado. Tiene tiempo de sobra para llegar a la reunión que comenzará, como
siempre, a la una en punto.
                  Ha recibido la habitual lección de
florete que le imparte el reconocido maestro Gardère, ex campeón de espada de
Francia, instructor del rey Hassan de Marruecos y doble de Erroll Flinn en
“Prisionero de Zenda”, como recuerda complacido.
                  Luego ha tomado un baño sauna reparadora
y una reconfortante ducha. No se ha dejado cepillar la espalda por el servidor
de turno porque lo considera denigrante, pero se ha hecho lustrar los zapatos
que brillan al sol del mediodía.
                  Por último, ha leído los principales
periódicos repantigado en un sillón de cuero de la señorial biblioteca, que es
su lugar de lectura favorito.
                  Se encamina por la calle Posadas hacia
la Plaza San Martín. Se detiene a observar los escaparates. Le atraen las obras
de arte y aprovecha el paseo para admirar las piezas que exhiben las vidrieras
de los anticuarios.
                  Va pensando que es una suerte disponer
de horas libres porque, total, las vacas engordarán y los cereales crecerán en
su campo, aunque él no esté allí para vigilarlos, y si algo pasara, habría sido,
colige, por falta o exceso de lluvias, y no por sus acciones u omisiones, de
modo que puede hacer la caminata sin remordimientos de conciencia. Luego, en la
tarde, se dará una vuelta por la empresa para verificar que todo marcha bien,
como es de suponer que vaya.
                  Antes de llegar a la esquina de
Esmeralda le llaman atención los cuadros de una galería. Mira su reloj de
afamada marca, y decide que le sobran unos largos minutos como para entrar a
verlos (no le gusta llegar tarde a aquellos ágapes semanales, pero tampoco ser
uno de los primeros comensales en arribar, puesto que parecen estar desocupados
y ociosos).
                  En el fondo del local, un hombre grueso,
de pelo blanco y talante jovial, lo saluda con el respeto que merece todo
hipotético cliente.
                  Canito le mira con cierto desdén, como
es su costumbre cuando se trata de gente de inferior jerarquía social, y
comienza a recorrer la muestra. Hay expuestos alrededor de unos veinte óleos y
xilografías, de diferentes artistas y de diversas corrientes y escuelas, pero,
en general de excelente factura y calidad, según juzga a primera vista con la
seguridad de quien se considera buen catador del arte en general, y en
particular, del pictórico.
                  Comienza el recorrido examinando un
Soldi con tema de damas coloniales muy propio de su estilo, de equilibrado
colorido y agradable composición. Sigue con el Quinquela Martín (no puede ser de
otro se dice), que le parece algo vulgar, similar a tantos cuadros de puertos y
de buques con los acostumbrados laboriosos marineros que suele representar el
maestro... Continúa con el de Xul Solari (los cuadros no tienen indicado quien
es su autor, pero él no necesita recurrir al catálogo para identificarlos). El
Solari le resulta inexplicable, como todos los de aquel filósofo del pincel,
pero le produce – no sabe porqué- un vago malestar, con esas figuras de forma
inasible, insertas en un fondo que semeja a la nada. A continuación, una obra
de... (debe preguntarlo) una tal Susana Miró, lo atrae por su composición, sin
llegar a convencerlo de la validez de esa técnica virtual. Es una moda, acepta,
o quizás la nueva forma del arte, que él ya está demasiado maduro como para
asimilar. No obstante sus reservas, le parece muy interesante. Va a llegar
lejos, sentencia, y el galerista asiente con una sonrisa, y le comenta que es
una pintora local, radicada bohémicamente en San Nicolás de los Arroyos, con
múltiples exposiciones en su haber y reconocimiento internacional, pensando tal
vez en la posible venta. Luego están aquel García Uriburu, muy bueno, pero
pasado de moda... el insólito de Chirico, único importado entre tantos lienzos
argentinos (¿será auténtico?, se pregunta), y un paisaje enorme de Cordiviola,
que le trae alguna reminiscencia de un remoto Van Gogh. Algo dispar la muestra,
razona, no hay nada vincule a un cuadro con otro, son tan diferentes que me
choca verlos juntos, pero es una selección ecléctica y de calidad, añade
mentalmente.
                  Retrocede unos pasos para contemplar
nuevamente el de Giorgio de Chirico y evoca otro óleo del mismo artífice y que
tanto le gustara... fue en... (intenta traerlo a su mente)... Brasil, en Río o
en San Pablo, y se llamaba “La memoria de un día”, y recuerda que fue destruido
por un incendio... quedando satisfecho por su buena retención visual. Una tela
de Della Valle lo demora largo rato. Le parece estupenda. Nada está allí de más
y nada falta. ¡Qué espléndida es la pintura figurativa cuando quien pinta es un
verdadero artista! Ahora un paisaje de... debe ser... Setephan Köeck Köeck...
sí, no le restan dudas, con un bosque tenuemente iluminado por la luz lunar que
recrea un ambiente de claroscuros mágicos. Es realmente muy bonito, discurre,
dan ganas de penetrar en ese abra entre los altos árboles... Saltea un Felipe
Noé, pasa rápidamente frente a un de la Vega, se regodea con un payaso de
Larrañaga, omite un Campanella y llega frente a un Berni que lo impresiona por
su crudeza.
                  Es el retrato de un hombre cuya delgadez denota el hambre.
Sus ropas raídas acompañan la sordidez del paisaje en el que está inmerso. El
color parduzco del fondo casi se confunde con la sombría tez del retratado. Sus
ojos inmensos parecen mirarlo con reproche. Por la camisa abierta asoma el
cuello nervudo que sostiene la cabeza ladeada, como si le pesara demasiado.
Tiene un dejo al “guitarrista” de la época azul de Picasso que viera quién sabe
en qué museo. La vestimenta, más que cubrir, parece resaltar sus costillas, que
se insinúan en el flaco tórax. Muestra los puños cerrados en un gesto de
impotencia o de rabia contenida, medita Juan. Es una excelente dramatización del
desamparo, equilibrada y vibrante, ¡una terrible representación de la más cruda
pobreza!, que conmueve y sacude al espectador. ¡Qué fuerza expresiva tenía este
Berni!, reflexiona. Unos perros famélicos ocupan un segundo plano del dibujo,
como merodeando al campesino representado. Por un momento vislumbra en su mente
a sus soberbios grandes daneses y siente cierta vergüenza al compararlos con los
menudos canes del cuadro.
                  El vendedor se le ha aproximado,
solícito. ¿Le gusta a usted?, inquiere al verle retenido por la obra. Si y no a
la vez, replica Canito con veracidad. “Por un lado reconozco que es un magnífico
cuadro, pero no me atraen los motivos tan tristes. Nunca lo tendría en mi casa,
no querría que me recuerde constantemente a la miseria.”
                  Su interlocutor sonríe enigmático.
Bengolea Cano se siente repentinamente incómodo, turbado y le parece que la
mirada de aquel sujeto es burlona, con un dejo de malicia.
Â
                  Para dar por terminada la charla le dice
condescendiente: “prefiero los cuadros como éste”, y señala un paisaje
mediterráneo en el que blancas y acogedoras casas relumbraban bajo un sol
cenital contra un fondo pintoresco de montañas, mientras que por delante el mar,
intensamente azul, rivaliza con el cielo despejado de nubes.
                  O como este otro, se dice a sí mismo al
contemplarse en un espejo de presuntuoso marco dorado que adorna el último tramo
de la pared.
                  El azogue le devuelve su figura de
atildado caballero. Le sonríe a aquella imagen de hombre próspero que retribuye
su desenvuelta mueca. Se complace con el corte impecable del traje, el tono
dorado de su piel tostada y la barba prolija que afirma (no lo duda) su
distinción.
                  El encargado le mira ahora fijamente, y
de manera insolente, piensa Bengolea. Le ve ajustarse el nudo de la corbata muy
próximo a su cara. ¿Pero qué está ocurriendo?, ¡ya no se ve él en la luna, sino
que observa al otro, al comerciante, quien ahora le da la espalda y se aleja
como indiferente!
                  Quiere decirle algo, pero no puede
hacerlo: ha enmudecido. Desea avanzar, gesticular, desasirse, pero algo lo
retiene inmovilizado. Siente terror y se halla como petrificado y estatuario.
Sus ojos miran hacia delante, no puede desviar la vista. A ambos lados de su
rostro alcanza a entrever las volutas y molduras laminadas con oro del espejo.
Está en éste, dentro de éste, y al mismo tiempo se da cuenta de que su prisión
ya no es de cristal y mercurio, sino de pigmentos, aceites y barnices, que su
cuerpo ha quedado encerrado por un bastidor de madera cercado por aquel marco
dorado, y que la pulida superficie en la que se había visto antes reflejado es
ahora un terso lienzo que le contiene. Â
                 Un transeúnte entra en la galería y se
detiene frente a él. Extraordinario retrato le dice al administrador, que ha
vuelto a acercarse. “¿De quién es?” “Es un autorretrato, según está indicado al
dorso, y de autor desconocido, porque quien lo trajo no supo decírnoslo y
nosotros no hemos podido identificar aún la firma… pero es un excelente trabajo,
como podrá usted apreciar, y lo consideramos valioso.”
                  Canito los ve perderse a su derecha y
sus voces se van   diluyendo a medida que se apartaban de su retrato. Luego ve
pasar al desconocido, que vuelve a echarle una ojeada admirativa.
                   Como aquella, tendrá que soportar
muchas miradas inquisitivas que recorrerán su silueta pintada y su rostro inerte
y pretenderán descifrar el mensaje implícito de su expresión congelada.
                  Ya es
hora de cerrar, dice el galerista en alta voz como para que la oiga, debo ir a
almorzar. Luego, baja la reja de protección y sale. Él no tiene hambre. No la
tendrá jamás. La tarde transcurre en calma, con ocasionales curiosos que le
miran y luego siguen de largo. Su cara impávida no trasluce ni su angustia ni su
desesperación. Tampoco la calma que sigue a la resignación. Al crepúsculo se
apagan las luces y se hace pronto la noche en el silencioso recinto.
                  Canito ruega que alguien le adquiera
pronto, y que le cuelgue en algún lugar desde el cual pueda ver a los demás... a
la vida. Ya ha aceptado su destino… y tendrá ¡tanto tiempo! para meditar el por
qué.
                  Piensa, con los ojos para siempre
abiertos, en el renovado horror que sería el que le confinaran a un depósito,
olvidado entre tantos cuadros que no encuentran comprador y quedara, para la
eternidad, relegado a las sombras.
Â
Raúl F. Pérez-Tort Vélez               Â
rpereztort@hotmail.com
Seleccionado
y publicado en antología  “Poetas y Narradores Contemporáneos”, editorial “Los
Cuatro Vientos”, Tomo V, Argentina.