I
Un día, años atrás , yo subía con el coche a la General
Paz miéntras amanecía. Los celestes, rosas y naranjas y la luna, que parecía
una sutil sonrisa dándome la bienvenida, daban al cielo una imagen de cuento
oriental. Como la de una de esas ilustraciones en las cuales nunca falta la luna
y al menos una cúpula y que yo asocio a Bagdad.
Considerando que además la temperatura era agradable,
pensaba que esto sí que era empezar bien un día. Me sentía tan bien que me
mostraba indulgente y sospechosamente comprensivo con los conductores que me
encerraban y me encandilaban.
El viaje a Campana que normalmente era rutinario y cansador y
que me mantenía concentrado en el tránsito, tratando de llegar rápido y sin
chocar, ese día me pareció un paseo. Me podía conectar con el resto del mundo,
percibía que cosas hacía cada uno de los que me cruzaba y veía cada detalle
del paisaje.
Al acercarme a Escobar el paisaje mejoraba y con él mi
estado de ánimo. Hasta el Renault rojo parecía de buen humor.
A veces me criticaba por viajar solo, pensando que debería
compartir mis viajes con otras personas, pero, por otro lado, me gustaba el
poder tener algunos momentos de intimidad para reflexionar y conectarme con mis
cosas.
Pensar en mi mujer, en mis hijos, en sus travesuras y su
futuro, en mis ilusiones y frustraciones, si estaba o no contento con lo que
hacía , cómo podría hacer para ganar más...
El viaje era como la ducha matinal, un ámbito protegido del
resto del mundo en el cual me estaba permitido pensar. Un ámbito en el cual
normalmente se me ocurrían buenas ideas.
Al llegar cerca del cruce del Río Lujan y en medio de
semejantes especulaciones vi al Flaco caminando por la banquina.
Sí, al famoso Flaco que tántas veces había visto en los
últimos años en mis viajes en el micro o en el coche y a quién siempre había
fantaseado con conocer, saber qué hacía, donde vivía, si era feliz...
Era morocho, alto y siempre andaba con su mochila, su gorro
"pochito" y su palo. El Flaco recorría las banquinas de la zona
durante los días soleados buscando no sé qué...
Recuerdo que un día pensé que estaba fumigando, porque eso
parecía hacer desde lejos, pero uno sabe que las banquinas no se fumigan, al
menos en Argentina.
Siempre había envidiado su libertad, su posibilidad de
pasear pensando y reflexionando todo el día, sin apuros, viendo lo que hacían
los demás y teniendo la posibilidad de quedarse en su casa cuando hacía mal
tiempo. Idealizaba su posibilidad de hacer lo que quería, de ir a cualquier
parte, la ventaja de no tener jefe , de no tener que afeitarse todos los días y
el tener para él todo el tiempo del mundo. Era mi ídolo.
Varias veces tuve deseos de parar y hablar con él, pero
nunca me había animado poníendome excusas como: "no puedo llegar tarde a
la fábrica", "no puedo llegar tarde a casa", "otro día
será"...
Aquel día me dije: "no seas gallina, animate" y
bajando la velocidad estacioné en la banquina. Al salir del coche el Flaco se
mostró, primero sorprendido, pero luego me dedicó una sonrisa especial.
De repente un rayo de luz enceguecedor se reflejó sobre un
pedazo de espejo que había en la banquina y lo único que recuerdo es que el
Flaco se fué en un Renault rojo con dirección a Campana.
Desde entonces busco con mi mochila, mi gorro y mi palo
espejos en la banquina que me permitan volver a ser quien era, volver a tener lo
que perdí.
Hoy he estado nervioso, inquieto, ansioso...
No sé bien que habré hecho antes. Solo recuerdo que desde
hace tres años comencé a recorrer las banquinas de la Panamericana, en la zona
del cruce con el río Luján, buscando cosas para cirujear y que mi llegada tuvo
algo que ver con el reflejo de un rayo de luz sobre un espejo. Buscaba tazas de
coches, envases y todo tipo de objeto que que se cayera de los vehículos que
pasaban.
Vivía solo, sin muchas comodidades, en una casilla precaria
de madera, alrededor de la cual juntaba las cosas que iba encontrando para luego
venderlas.
Mi rutína diaria consistía en: lavarme como podía, tomar
unos mates, ponerme la gorra y la mochila, agarrar el palo, recorrer la ruta
durante cuatro o cinco horas a la mañana, llevar lo que juntaba a la casilla y
comer, si encontraba algo. Repetía a la tarde la búsqueda, preparaba algo para
comer, me lavaba o limpiaba la casa, a veces, y me dormía.
En mis recorridos rara vez hablaba con otros y casi siempre
me preguntaba, con cierto resentimiento, : ¿que harían esas personas que
pasaban por la ruta tirando cosas?, ¿como serían sus familias? y que suerte
habrían tenido que yo nunca tuve?
El año pasado , durante uno de mis recorridos un empleado de
Autopistas del Sol, viendo mi experiencia en el tema, se bajó de una Trafic y
me ofreció trabajar para ellos cortando la maleza y juntando y embolsando la
basura de las banquinas (Las privatizaciones habían llegado a mi vida...). Me
ofrecía 300 pesos al mes, obra social, campera y pantalones verdes con rayas
fosforescentes, un casco, una mochila flamante, una bordeadora y un pincho
metálico con mango de madera. Si bien el aceptar la oferta implicaba resignar
mi vocación cuentapropista, también era cierto que de esta manera comería
mejor, estaría mejor vestido y atendido...Por lo tanto decidí aceptar.
Mí conocimiento de la zona y de las costumbres de los
conductores y la actitud crítica sobre los métodos que utilizaba para cumplir
la tarea, me convirtieron al poco tiempo en el recolector más eficiente de la
Panamericana y a mi zona en la mejor cuidada. La consecuencia fué inmediata:
fuí ascendido a capatáz y me mudé a una casita en Escobar.
En esa época, orgulloso de hacer bien mi trabajo y ser
reconocido por ello, comencé a conectarme mucho mejor con el resto del mundo.
Mis métodos de trabajo se tomaron como ejemplo de lo que debía hacerse y se
convirtieron en los oficiales de la empresa. A los seis meses cuando mí
capacidad para dirigir al personal y mis originales métodos de trabajo (modestia
aparte...) llegaron a oídos de los directivos de Autopistas del Sol fui
nombrado jefe de la obra de la Panamericana.
Mi autoestima y la capacidad de relacionarme con los demás
fué mejorando con el tiempo, me hice amigo de muchas personas, me asocié a dos
clubes, iba a conferencias, al teatro, a exposiciones, etc. Mi vida había
cambiado. Era muy felíz.
Hoy, sin embargo, me sentía nervioso, inquieto,
ansioso... Contaba los minutos que faltaban para que fuera mañana. Mañana iba
a ser un gran día. Me casaría con una gran mujer. Me parecía conocerla de
toda la vida. Ella es viuda y tiene dos hijos. Sé entre otras cosas que
enviudó hace tres años cuando su marido, un ingeniero que trabajaba en Campana,
murío en un choque en la Panamericana pocos minutos después que lo vieron
parar cerca del cruce con el Rio Luján.
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(9/VIII/94)
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