CRUDEZA

2000 © Ignacio Terzano

Ignacio Terzano

 

 

Y con cierta seriedad, me dirijo a quienes no lleven aquel singular, pero indispensable artefacto consigo, aquel que, aferrado a nuestras muñecas palpita nuestros más íntimos miedos; ínfimo opresor, aferrado a nuestra suerte que no cede, ante el tiempo que continúa, sublevando la crudeza que implica dicho tiempo, más aún lo que en el mismo pueda suceder. Aquel que, en soledad no funciona y en soledad muere.

A quienes despiertan por la mañana, la mirada levantan, y observando a duras penas el reloj que marca las seis y media de la mañana, dejan su hogar.

Acarreados como vacas del destino, privados de toda satisfacción que su digno pero rezagado trabajo les pueda ofrecer, siendo éste, motivo de una meritoria suerte, regresan a sus moradas.

Con la esperanza de un día promisorio que los ampare del futuro porvenir, si es que sobreviven a la crudeza del invierno que subestima las frías chapas que subyacen en la más profunda y perecedera humildad, aquella que es digna de lamento y resignación, aquella merecedora de ignorancia evocada por quienes despilfarran su desdichada virtud, virtud que se construye del más frío recelo que se entraña en la sociedad mas adinerada, virtud que en cambio, no lamenta el tiempo ya pasado, ya olvidado, ya ignorado por la complejidad que se adhiere a sus muñecas, deparándolos del tiempo que ciega e injustamente para estos, sigue su curso, levantan la mirada, y, observando a duras penas el reloj que marca las diez de la noche, se recuestan sobre el lecho que invita al escape, por el sendero surrealista de la conmoción somnífera, de su realidad, aunque sea hasta el día siguiente a las seis y media de la mañana.

Las agujas del reloj realizan su monótono y habitual recorrido, cumpliendo ya, la aguja más pequeña y regordeta, la sexta vuelta y media pasadas las doce de la madrugada.

Una extraña sensación de desolación y frialdad se apodera del aposento de Pedro. Acostumbrado a levantarse a las seis y media de la mañana, permanece recostado sobre su colchón, que no logra distinguirse de un montón de ropa apelotonada en un rincón del metálico cuadrado. Allí se encuentra el cuerpo de un hombre de unos cincuenta años, delgado, débil y canoso, y con él, la extrañeza que irradia, al ser ya la religiosa hora de marcharse.

Varios de sus vecinos y mismo compañeros de trabajo suelen pasar por su casa     (toda construcción que consista en: cuatro paredes, cualquiera sea su material, y techo, es considerada una casa) para integrarlo en el grupo, e ir en andas, hacia donde el deber los llama. Es entonces como esta misma mañana, sus compañeros cumplen con el habitual recorrido, realizando una detención, en el hogar de Pedro.

�Pedro!, grita el gordo con la mínima discreción, adentrándose, abrigado, en la vivienda. - �Dale boludo que no tenemo todo el tiempo! - Mientras se acerca al dueño y lo sacude violentamente, - ¿Qué hacé que todavía no te levantate?,  �Mirá la hora que e! -. La boca del gordo que se mueve con una destreza incomprensible, libera el  vaho invernal, que sin más ejemplifica, las condiciones extremas a las cuales era sometido el cuerpo en estas épocas del año. El gordo se da vuelta y observa detenidamente el reloj, - �vo también si lo tené roto! -. El “intruso” toma el mismo e intenta repararlo dándole un sacudón. Un grito de desesperación proveniente de afuera de la casa irrumpe la angustia que ahora comienza a apoderarse del robusto cuerpo: �Dale que el jefe no mata no!. Ante la presión ejercida por el escaso tiempo y el grito desaforado de uno de los tantos, el gordo, preocupado por la salud de su amigo, voltea sus cien kilos hacia él y le dice - No te hagá mala sangre, en cuanto terminemo de pavimentá la callesita vengo pacá y te veo - y ya marchándose apresuradamente se frena nuevamente y agrega - por el jefe no te hagá problema, yo le digo que etaba mal y lito - retoma su posición y se esfuma por la puerta.

Mientras las distintas voces de los muchachos se escuchan débilmente a medida en que se van alejando, el silencio retoma su calma, y con ella, la desolación.

Sobre los andrajos reposa el cuerpo de Pedro que no es perturbada por ningún tipo de vaho que su boca pueda liberar, evidenciando, la realidad de su sueño mas preciado. El reloj, sobre el suelo, marca aún las seis y media de la mañana.  

               

 

 

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